La crisis educativa que atraviesa hoy nuestro país no es el resultado de la crisis económica reciente. Por el contrario, es la triste consecuencia de un proceso de largas y tortuosas décadas de involución formativa y pedagógica que se inscribe dentro de un proyecto de país para unos pocos, que los muchos no supimos o no pudimos revertir a tiempo.
A las intervenciones de los gobiernos de facto continuaron las inconsistentes políticas educativas de la “democracia”, así, entre comillas, porque así es nuestra democracia: como esas palabras que comienzan a escribirse con mayúscula, luego con minúscula, y finalmente entre comillas, entre tristes e irónicas comillas.
En Argentina, la bonanza económica que disfrutaron las clases altas y medias durante la década de los ‘90, produjo un descomunal crecimiento de la brecha entre ricos y pobres, y para las clases bajas representó la exclusión de cada vez más familias fuera del mundo, es decir el mercado laboral. Con el comienzo del nuevo siglo, un tsunami económico desestabilizó a la clase media, que, al verse entre los perdedores de la noche a la mañana, se enteró de que existía gente que comía polenta todos los días. Y como en ese entonces todos sufrían, el problema del hambre se puso de moda, aunque ya venía haciendo estragos desde hacía varios años. Los niños de las provincias más pobres, y los niños del siempre pobre conurbano, hacía mucho que lo sabían.
Las escuelas de provincias fueron transformándose así en comedores, merenderos y lugares de juego. Al salir de la escuela la mayoría de esos chicos debe cuidar a su familia o salir a trabajar. Los chicos grandes, los adultos niños, niños adultos, van a jugar y comer a la escuela.
Hoy la escuela difícilmente enseña y con suerte alimenta.
Escasa alimentación, pobrísima educación para los pobres, son el trágico resultado de una compleja ecuación. Gran cantidad de variables se han sumado para llevar a la educación al triste y acuciante estado en que hoy se encuentra. Asistida e impulsada por una legión de docentes que aún así confían en el cambio, la educación se resiste al abandono propuesto desde las altas e insondables esferas de gobierno.
Pero pensar en un cambio en la educación sin pensar en un cambio social es difícil de comprender.
Las mejoras en el sistema educativo difícilmente puedan verse si el hambre no deja de ser un problema en nuestro país.
A las intervenciones de los gobiernos de facto continuaron las inconsistentes políticas educativas de la “democracia”, así, entre comillas, porque así es nuestra democracia: como esas palabras que comienzan a escribirse con mayúscula, luego con minúscula, y finalmente entre comillas, entre tristes e irónicas comillas.
En Argentina, la bonanza económica que disfrutaron las clases altas y medias durante la década de los ‘90, produjo un descomunal crecimiento de la brecha entre ricos y pobres, y para las clases bajas representó la exclusión de cada vez más familias fuera del mundo, es decir el mercado laboral. Con el comienzo del nuevo siglo, un tsunami económico desestabilizó a la clase media, que, al verse entre los perdedores de la noche a la mañana, se enteró de que existía gente que comía polenta todos los días. Y como en ese entonces todos sufrían, el problema del hambre se puso de moda, aunque ya venía haciendo estragos desde hacía varios años. Los niños de las provincias más pobres, y los niños del siempre pobre conurbano, hacía mucho que lo sabían.
Las escuelas de provincias fueron transformándose así en comedores, merenderos y lugares de juego. Al salir de la escuela la mayoría de esos chicos debe cuidar a su familia o salir a trabajar. Los chicos grandes, los adultos niños, niños adultos, van a jugar y comer a la escuela.
Hoy la escuela difícilmente enseña y con suerte alimenta.
Escasa alimentación, pobrísima educación para los pobres, son el trágico resultado de una compleja ecuación. Gran cantidad de variables se han sumado para llevar a la educación al triste y acuciante estado en que hoy se encuentra. Asistida e impulsada por una legión de docentes que aún así confían en el cambio, la educación se resiste al abandono propuesto desde las altas e insondables esferas de gobierno.
Pero pensar en un cambio en la educación sin pensar en un cambio social es difícil de comprender.
Las mejoras en el sistema educativo difícilmente puedan verse si el hambre no deja de ser un problema en nuestro país.










