La fuente



El verano se desploma sobre Rosario. Un calor agobiante invade la ciudad. El cemento hierve, las calles son pasadizos infernales. Las personas huyen a la sombra, beben refrescos, se desajustan la ropa, se abanican el rostro con lo que tienen a mano.
Los niños que piden monedas en las esquinas, no lo dudan: se sacan todo y se bañan en la fuente de la plaza.
Por un rato, la realidad es distinta. Los niños bien, los que duermen bajo techo y comen a horario, envidian la fresca espontaneidad y la fugaz algarabía de los humildes. Los niños castos, que han sido educados en la decencia, saben que no pueden ensuciar su ropa ni caer en semejante desmesura. Impotentes, observan el delirante entusiasmo, la loca alegría, de los que nada tienen.
Por un momento quisieran estar del otro lado.