Corazón de León

La tarde otoñal se clava en el cielo de Buenos Aires. Desde la azotea, observamos las últimas luces que viajan hacia el horizonte. En el lote contiguo, se ve una casa tomada, con docenas de chapas multicolores, que, superpuestas, cubren los huecos peleando a las goteras. Neumáticos, cajones de cerveza, bicicletas destruidas, planchas en desuso hacen peso para que el improvisado techo no se vuele con el primer viento que pase. Más allá, un moderno hostel ofrece abrigo y confort a los turistas que llegan a visitar la ciudad. Dos mundos contiguos, dos mundos distantes, inalcanzablemente cerca.

Estamos en el hotel León, en México al 900, en el barrio de Monserrat, casi San Telmo. Es un albergue familiar que funciona en un edificio de tres pisos construido hacia principios de siglo XX. El hotel no se distingue por sus comodidades ni por su arquitectura. Se distingue por su gente. La infraestructura es más bien precaria y apenas cuenta con las instalaciones básicas. Sus habitaciones son pequeñas, los baños y cocinas se comparten. Su antigua fachada tampoco sobresale de otros frentes característicos de los viejos barrios del sur de la Capital, pero cuando caminamos por sus patios y corredores, y entramos en contacto con las historias de las personas que allí viven, todo se vuelve diferente, porque el hotel León es un hotel tomado por sus propios inquilinos, desde que en septiembre de 2007 decidieron enfrentar una situación de agresiones, presiones y violencia por parte de los propietarios, y han resuelto expulsar a sus antiguos administradores para construir un ambiente saludable para la convivencia, el bienestar y la tranquilidad de todos sus ocupantes.

En la fachada del edificio, una leyenda rabiosa, escrita con aerosol y en letras grandes, grita: “Paneta garca asesino”. El grupo Panetta, encabezado por Carmelo Panetta, es el propietario legal del inmueble, que hasta el año pasado regenteaba el hotel con prácticas autoritarias e intimidatorias, aprovechando la situación de inestabilidad laboral y económica de los inquilinos, carentes de un empleo en blanco e imposibilitados, por ende, de conseguir garantías para acceder a un alquiler o a un crédito hipotecario.

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Durante su administración, el grupo Panetta no se ha preocupado por mejorar las instalaciones básicas del lugar, utilizadas diariamente por las 80 familias que viven en el edificio. El hotel jamás fue habilitado y ha sido clausurado en numerosas ocasiones. Pero pese a no cumplir con sus propias exigencias, el propietario y los encargados, que además regenteaban otros hoteles cercanos de las mismas características, solían presionar a los inquilinos para que pagaran, con rigurosa exactitud, 800 ó 900 pesos mensuales por habitaciones que rara vez superaban una superficie de 3m x 3m, y donde llegaban a hacinarse hasta cuatro personas, compartiendo con otras familias baños y cocinas precarias. Ante el menor atraso en los pagos, los encargados colocaban candados a las puertas y no dejaban acceder a las pertenencias de los inquilinos. Cuando los arrendatarios se quejaban, la respuesta eran golpes y amenazas.

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La sombra del progresoNo se trata de un caso aislado. No es el relato de un grupo de personas que ha tenido la desgracia de caer en manos de usureros que lucran con la desdicha ajena. Esta circunstancia responde a una situación de emergencia habitacional que gran parte de la población de la Capital Federal atraviesa desde hace algunos años.
La historia reciente comienza tras la crisis que sacudió al país durante 2001 y 2002. A partir de entonces, el acceso a la vivienda se ha convertido en una de las problemáticas más preocupantes, no solamente en la Ciudad de Buenos Aires sino también en gran parte del Conurbano y en las principales ciudades del país.

Tras la debacle, el mercado de la construcción y la actividad inmobiliaria se convirtieron en el terreno más seguro para la inversión de capitales. En poco tiempo, y sin ninguna regulación, el sector se disparó como uno de los negocios más rentables capaz de alimentar la voracidad de todas las lógicas especulativas. Ante la situación, el Estado atendió a sus dos ministros más importantes: la oferta y la demanda (dejar hacer y dejar pasar). El valor de las propiedades se incrementó a precios siderales, y el mercado inmobiliario dejó de dialogar con la realidad para sumarse al terreno fantástico. Las propiedades pasaron a formar parte de una quimera inalcanzable sin ninguna proporción con los salarios de la gente. El acceso a la vivienda se acercó más a la ensoñación de alguna borrachera, a una incierta recompensa por cometer un gran robo o una estafa genial, que a las concretas y cabales posibilidades de la gran mayoría de las personas, cuyos ingresos provienen principalmente del empleo informal y generalmente no logran trasponer la barrera de la burocracia crediticia de la banca privada, ni reunir los requisitos que los propietarios exigen en los contratos de alquileres, como, por ejemplo, contar con recibo de sueldo o conseguir garantías propietarias.

En la Capital Federal, particularmente, esta dinámica desató un proceso sistemático de eliminación de los sectores medios y bajos, que debieron abrirse camino en la noche de los ningunos mediante alternativas precarias e informales, que implican falta de seguridad, hacinamiento y riesgo de desalojo. Ante la nada misma, estas alternativas incluyen viviendas de piso de tierra, paredes sin revoque, techos con filtraciones, instalaciones improvisadas, peligrosas o insalubres. En ocasiones, este tipo de viviendas tampoco cuentan con provisión de electricidad, gas o servicio de agua corriente.

Cuando esa sombra del progreso que son los nadies no suelen incrementar las villas que rodean la gran ciudad, se refugian en baratas piezas de hoteles, pensiones, inquilinatos u hogares donde conviven tres o cuatro personas en espacios inverosímiles, donde apenas entran las camas. Otro camino incierto es ocupar viviendas deshabitadas, lo que implica una situación de tensión constante debido al aguante que la circunstancia exige ante los eventuales procesos judiciales, el apriete de ciertos matones, el acoso policial, la permanente cautela y la eterna amenaza de terminar en la calle nuevamente.

Actuar colectivamente
Artemio es integrante de la Asamblea de San Telmo, una de las tantas buenas herencias que nos dejó la pueblada de diciembre de 2001. Participa activamente en los asuntos de Vivienda, ofreciendo apoyo y asesoramiento a los damnificados por las injusticias y las situaciones desfavorables que atraviesan muchos vecinos.
Nos cuenta del hotel León:

— Antes se vivía una situación de tensión permanente. Estábamos exigidos de pagar el alquiler al día, y si no pagabas, la encargada te sacaba las cosas a la calle, hasta que pagabas y entrabas. El dueño también se valía de matones, que venían y patoteaban a la gente. Amenazaban que si no pagabas, te iban a echar.
En estas condiciones, algunas personas, hablando, conversando, decidieron juntarse para enfrentar la situación y encontrar una salida. Entonces buscaron el apoyo de la Asamblea de San Telmo. Allí encontraron un espacio para comenzar a plantear el malestar, el problema de los precios y las condiciones en que vivíamos.
Así fue que a la salida de una de las reuniones, a uno de nuestros compañeros lo agarraron estos matones a tres cuadras de la Asamblea, lo golpearon y le dijeron que no se metiera con el hotel León. Al día siguiente nos juntamos y le hicimos un escrache acá, en el hotel. Y en esa movida la gente aprovechó para reclamar y expresar su descontento. Prácticamente ese día fue que se echó a la encargada y de este modo el resto de la gente se vio motivada para juntarse y organizarse. Los propios inquilinos se hicieron cargo de la administración del hotel y la organización de las habitaciones. Se eligieron delegados mediante asamblea y se fijó una cuota de cien pesos por habitación para solventar los gastos de los servicios de agua, gas, electricidad, etc. Además se establecieron códigos de convivencia, se aseguró un orden dentro del establecimiento y se expulsaron a los inquilinos violentos y problemáticos que complicaban el descanso de la gente y la armonía que debe existir en un lugar como este.

— Es complicado organizar algo colectivo, pero con la participación de la gente se logra. Cuando las personas ven resultados, se ven motivadas a participar. Imaginate que antes pagaban 700 u 800 pesos por habitación, y cuando pasamos a la autogestión y se empezó a pedir 100 pesos, los inquilinos tomaron conciencia del beneficio de trabajar organizadamente, sin las amenazas, sin los actos patoteriles, comenzaron a sentirse contenidos, que formaban parte de un grupo. Y así nos fuimos armando, con características propias. Porque un hotel de estas particularidades no tiene nada que ver con una casa tomada… Es muy distinto, es otra cara de esto, porque en una casa tomada es más difícil organizar la convivencia.

—Yo tengo bastante experiencia en el tema. Viví tres años en una casa tomada, donde fue difícil organizarnos durante el primer año. Éramos 130 familias, cinco pisos… era muy complicado. La convivencia era muy difícil. Allí hubo dos muertos… había violencia, denuncias por drogas… El edificio había funcionado como clínica que había quebrado. El Banco de la Ciudad era el mayor acreedor. Hasta que nos llegó la orden de desalojo y la gente, desesperada, fue a reclamar a distintos lugares, pero no logramos unirnos porque había gente que no ofrecía garantías para trabajar en conjunto. Yo me uní a un grupo con el que fuimos a reclamar a los Derechos del Hombre, conocimos a la Asamblea y ahí empezamos a organizarnos mejor. Empezamos a hacer cortes, protestas, empezamos a tocar puertas de senadores y diputados de la Nación.

— Acá la gente trabaja en el empleo informal. La mayoría tiene laburos en comercio ambulatorio, artesanías, tiene puestos en alguna feria, trabajan en limpieza, mantenimiento. Hay gente que es de otras provincias pero que están en Capital hace ya muchos años… Desde que nos autogestionamos, en el hotel entraron ocho familias, que vienen directamente amparadas por la Asamblea a causa de sus problemas de vivienda, aunque la asamblea no da abasto, porque es mucha la gente que se encuentra en la misma situación, algunos con más urgencia que otros…

Huellas del ayer
Hace cien años atrás, los sectores medios y bajos de Buenos Aires atravesaron una situación habitacional similar. En ese entonces, la desproporción existente entre el vertiginoso aumento poblacional y la insuficiente oferta de viviendas dio lugar a especulaciones y una valorización desmesurada de la propiedad inmueble. Los conventillos desbordaban de trabajadores que llegaban desde diversos rincones del mundo escapando del hambre y la miseria, y a los problemas de hacinamiento y falta de higiene se sumó el alto valor de los alquileres. En septiembre de 1907 se desató en Buenos Aires una huelga de inquilinos que contó con una fuerte adhesión en la ciudad, extendiéndose incluso hacia Avellaneda, Lomas de Zamora, Bahía Blanca, Córdoba y especialmente Rosario. La protesta exigía principalmente no pagar los alquileres hasta lograr una rebaja del 30%, acceder a mejoras sanitarias y eliminar los tres meses de depósito. El movimiento reivindicativo puso en jaque a propietarios y funcionarios, y despertó la alarma entre los sectores más conservadores.
Ellos de ayer y nosotros de hoy todavía compartimos la certeza de que son pocos los que tienen mucho, y son muchos los que tienen poco. Y quienes duermen con los pies calientes saben que los muchos pueden generar más calor que cualquier hoguera cuando actúan colectivamente.






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