El Vaticano

Comodoro Rivadavia es una ciudad patagónica que se levanta a orillas de las borrascosas costas del mar Atlántico Sur, en un rinconcito del sudeste chubutense. Allí creció Jorge mientras cursaba sus estudios en una escuela que lo educó en la bondadosa religión católica. En esos tiempos del principio, donde todo tiene el brillo de lo posible, Jorge creyó en esas palabras y se vio atraído por el mensaje de compasión, abnegación y amor por el prójimo. No tenía diez años cuando ya participaba y colaboraba en las actividades de la iglesia. Ayudaba en la misa, participaba de las colectas y rezaba todos los días al santo padre. Con el tiempo fue ganando el respeto y la confianza del cura local, y ya de adolescente, ayudaba a coordinar los grupos de los más chicos y a difundir la fe entre los niños. También cantaba en el coro, organizaba campamentos y excursiones, alojaba en su propia casa a los miembros de otras iglesias que venían a conocer la ciudad. Así se transformó en un referente de la institución.
Fue una sorpresa para todos cuando llegó una invitación del Papa para visitar el Vaticano. La carta estaba firmada por el propio Pontífice, y la ansiedad se apoderó de todos: el sacerdote, los coordinadores, los ayudantes y el resto de los integrantes del grupo. Todos los que estaban allí comprometidos con el mensaje divino conocerían finalmente la Casa de Dios en la Tierra, la santa capital de la Iglesia, el hogar del Papa, máximo representante religioso del planeta. Tantos años de militancia en la fe tendrían su premio.
Comenzaron entonces los preparativos. Se redactaron cartas para entregar al Papa, se elaboraron presentes, se eligió la vestimenta que se usaría para cada uno de los actos y las distintas ceremonias, se planificaron los gastos, se pensó y ensayó una y otra vez el comportamiento ceremonial con el correspondiente protocolo que se llevaría a cabo para saludar al máximo pontífice, las palabras que se dirían, los gestos exactos… todo sería perfecto en aquel instante póstumo.
Los días fueron interminables hasta que llegó la fecha. Jorge haría realidad un sueño que consideraba imposible, y cada vez que rezaba decía: “Un día menos para conocer la Santa Sede”.
El día esperado partió el avión hacia Roma, con el gran nerviosismo de todos. Durante el vuelo permanecieron callados, pensando el mejor modo de asimilar aquella profunda experiencia que vivirían.
Pero algo sucedió.
El grupo llegó sin problemas a la capital de Italia. Y una vez allí entraron a la ciudad-estado que alberga a la máxima institución de gobierno de la Iglesia Católica Apostólica Romana.
Todos recorrieron con admiración la magnificencia de aquella ciudad faraónica, solamente igualada por las imponentes capitales de los imperios más poderosos de la historia. Juntos recorrieron la Plaza y la Basílica de San Pedro, los Cuarteles de la Guardia Suiza, la plaza y el Palacio de Santa Marta, el Palacio de la Santa Sede, la Sacristía, la Plaza del Forno y la Plaza del Santo Oficio, el Patio de Belvedere y el Patio de la Pigna, separados por la Biblioteca Apostólica.
Pero luego de caminar entre tanta abundancia y demasía, algo se rompió en Jorge. Algo se destrozó y jamás volvió a repararse dentro suyo.
Él, que había asimilado como pocos la doctrina de humildad y desprendimiento, quedó deslumbrado por la fastuosidad y opulencia de aquella Casa matriz de dios, de aquella sucursal terrena de los cielos, de aquellla parcela de paraíso celestial transformada en el más vulgar paraíso de los suelos.
Jorge no pudo concebir tanto lujo concentrado, tantas toneladas de oro, plata y bronce acumuladas para venerar qué cosa, tanto mármol pulido, tanta madera refinada y metal labrado traídos desde los más remotos rincones del mundo para levantar aquella imponente arquitectura de los palacios y sus cúpulas, las salas, las galerías y los patios, los pilares y los portones; la suntuosidad de las imágenes, los cuadros, los frescos y los cálices; la fastuosidad de los ornamentos, la orfebrería y las estatuas.
¿De eso se trataba el mundo religioso? ¿De un maldito y viscoso carnaval de ostentación donde desfilaban los católicos del mundo? ¿No era el cristianismo entrega, renuncia y sacrificio?
No importa si Jorge se encontró o no con el Papa, si lo vio o qué le dijo, si lo miró a los ojos o le pateó el trasero. Después de aquella experiencia, Jorge renunció a todas las actividades que lo vinculaban con la Iglesia y jamás volvió a poner un pie en la casa del Señor.
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