Cocina paralizada de Rosario

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El liberalismo es una doctrina económica que proclama la primacía del mercado como organizador de la sociedad: el equilibrio entre oferta y demanda es capaz de ordenar el mundo. El Estado no debe entrometerse y debe replegarse a garantizar el funcionamiento de dicho orden. Según esta teoría, la asistencia a los más necesitados es un inútil derroche de dinero, porque ello provoca el crecimiento numérico de un sector improductivo y estorba los espontáneos mecanismos del mercado, divinidad que determina el curso justo y necesario de la historia.

Los teóricos del capitalismo tomaron este discurso para difundir que la libertad del dinero es más conveniente que la libertad de las personas. Pero al capitalismo no le fue tan bien. Se tambaleó en sucesivas crisis y estancamientos, y sufrió gran cantidad de embates por parte de los sectores sociales descontentos, que curiosamente también eran los sectores mayoritarios.
A partir de las primeras décadas del siglo XX, el capitalismo fue puesto en jaque por el socialismo, y para no colapsar debió atender los reclamos populares. El Estado, su gran amigo, se disfrazó de benefactor, y a través de gobiernos populistas implementó numerosas medidas en favor de los trabajadores.
Pero el liberalismo no murió. Esperó agazapado para comenzar a dar nuevos estacazos. Las dictaduras fueron la herramienta fundamental en este proceso de recuperación liberal. Las fuerzas castrenses declararon la guerra a su propio país y restauraron nuevamente la libertad del dinero. La cultura, la salud, la educación, el bienestar y la justicia volvieron a ser para el que los pagara. Quien no estuviera conforme, tendría la oportunidad de elegir entre la cárcel o la pobreza, que en ocasiones suelen llevar el mismo rostro.
Durante la década de 1980 aún subsistían algunas medidas que protegían y amparaban a los sectores más vulnerables. Pero a partir de 1990 llegó la noche. El muro de Berlín se desplomó y tras él asomó Francis Fukuyama para revelarnos que había llegado el fin de la historia. El liberalismo se regeneró en su forma peor, la más dañina y agresiva, para conformar la anti-revolución de fin de siglo. Así nació el neoliberalismo, la total imperancia del mercado en todas las esferas, el capitalismo como religión única, el dinero como regulador absoluto de la vida.

En Argentina, la década de 1990 fue la década de las políticas de ajuste, del desregulamiento en los contratos de trabajo, flexibilización laboral, remate de las empresas públicas, desmantelamiento del Estado, multiplicación de la desocupación y pobreza, agigantamiento de la deuda externa y numerosos recortes afectaron a la salud y la educación.

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La Cocina Centralizada de Rosario es un claro testimonio de las devastadoras consecuencias de este proceso. Fue abierta a principios de mayo de 1991 y pronto se transformó en uno de los más importantes proyectos populares de la ciudad.

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En un edificio de más de 7000 metros cuadrados llegó a producir 32.000 raciones de comida por día y 64.000 copas de leche, que se distribuían mediante la Federación de Cooperadoras a 180 comedores escolares del Gran Rosario. Empleaba a más de 200 empleados que trabajaban en tres turnos diarios y contaba con una privilegiada y fantástica maquinaria que permitía alimentar a miles de necesitados con gran tecnología.



Contaba con artefactos especialmente diseñados para fabricar milanesas u obtener en pocos segundos finos bifes a partir de trozos de carne grandes como un costillar.

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Disponía de hornos rotativos, enormes como tractores; hornos frigoríficos gigantes, ollas descomunales. Tenía también una panadería que fabricaba el pan a muy bajo costo; y el ganado se compraba en pie para faenarlo en el lugar, lo que permitía ahorrar gastos de intermediarios y abaratar el precio de la carne, que a su vez se traducía en más y mejores raciones de alimentos.
En 1992 el gobierno provincial de Jorge Obeid suspendió el pago de salarios a los empleados de la Cocina, pero la Federación de Cooperadoras se hizo cargo de los sueldos y el emprendimiento continuó funcionando.

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Los sucesivos recortes gubernamentales fueron asestando duros golpes, hasta que la situación se volvió insostenible. Las deudas a los proveedores, los atrasos en los pagos, la incapacidad de continuar liquidando sueldos, determinaron el cierre de la Cocina en 1996. Así llegó a su fin un proyecto que había demostrado una indiscutible eficacia.



Docenas de comedores escolares quedaron sin abastecimiento, y los directores de los establecimientos educativos debieron salir a pelear individualmente, en condiciones más desventajosas, los precios de los víveres, lo que repercutió en una alimentación más deficiente para los niños.

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Actualmente, la sede de lo que fue la Cocina Centralizada es un fantasmagórico galpón en desuso. Son dos millones de dólares de inversión parados: un millón en reformas de estructuras edilicias, y un millón en equipamiento. Las fastuosas maquinarias inutilizadas aún son capaces de revelar su antiguo esplendor. Al caminar entre ellas, uno parece estar contemplando a un gigante dormido, y provoca cierto escalofrío el resonante silencio que recibe nuestros pasos al intentar compararlo con lo que debe haber sido aquel rugido de tanta maquinaria en marcha.
Más de diez años sin funcionar porque ni los gobiernos de aquel entonces, ni las autoridades provinciales de ahora están dispuestos a reconocer gastos de obviedad elemental, como el pago del gas, agua, luz, salarios ymantenimiento del edificio y del equipamiento.

Mientras el Estado otorga inmensas fortunas como subsidios a las empresas que se llevan todo, y dilapida recursos en jubilaciones de privilegio, una cocina del tamaño de un hangar, lista para funcionar y dar de comer a miles de niños, yace clausurada en un galpón abandonado de la ciudad.

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Esto es la democracia: un emprendimiento parado a la espera de una voluntad que nunca llega.