Pescadores del Paraná

Alto Verde es un barrio ribereño y agreste ubicado en las afueras de la ciudad de Santa Fe. Es largo y angosto, como el canal que lo baña, y es el único barrio del lugar rodeado de humedales fluviales, ríos, arroyos y demás cursos de agua asociados al río Paraná.
No hay asfalto ni veredas en este caserío de viviendas humildes, pero los terrenos son amplios y están cubiertos de césped. Una inmensa variedad de flores, árboles y plantas crecen vigorosos en la tierra fértil acariciada por las aguas.
La vida de los vecinos está estrechamente vinculada al río. Muchos de ellos son boteros y pescadores artesanales, es decir que viven de los recursos que las aguas generan. Pero en los últimos años estas actividades han decrecido como consecuencia de los nuevos contextos socioculturales, económicos y ambientales existentes en la región. La vida de la gente local se ha transformado profundamente.

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Allí nos acercamos y pasamos dos días con don Vieira, un reconocido vecino del lugar. Hijo del río, pescador desde que recuerda, a los 6 ó 7 años su propio padre le enseñó el oficio. Desde entonces no se dedicó a otra cosa. Hoy, con más de 60 años, es uno de los pescadores más viejos y experimentados de la zona. Su rostro es duro, pero sus ojos son amables. Es alto y de cuerpo robusto. Tiene manos grandes, curtidas por el trabajo de tantos años. Se muestra calmo y de buen humor. Es conversador y receptivo. Disfruta el diálogo. Parecen gustarle las visitas.


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Enseguida nos invita al fondo de su casa y comienza por enseñarnos sus herramientas de trabajo. Nos muestra los distintos tipos de redes que utiliza para sacar las presas. Las extiende entre sus brazos y nos explica:

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La malla más grande es para sacar surubí de 10 kilos para arriba. Otras mallas más grandes atrapan surubíes de 14 kilos limpios. También hay mallas medianas y chicas, que se empezaron a usar después, con el correr de los años, cuando se fue achicando el tamaño de los pescados. Ahora se saca con redes de tres dedos, para frigorífico. Pero a mí no me gusta trabajar el pescado muy chico. Estoy acostumbrado al pescado bueno. Me gustan las mallas que se usaban antes.
—¿Ven que hay mallas que están rotas? Es porque el pescado a veces rompe la malla. Cuando se ahorca y no puede respirar, entonces abre la boca y rompe la malla, porque se siente asfixiado. Pega un cimbronazo y revienta la malla. Tiene una fuerza impresionante.

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Don Vieira cuenta que en una de las islas cercanas, río adentro, pasa los días en una ranchada que construyó junto con otros pescadores. Allí pasa las horas y las noches, a veces varias jornadas, sin volver a su casa.
Al petiso lo traje de allá —dice, y señala a un perro canoso de mirada calma—. Hace años que me acompaña. Él también conoce el río. Está conmigo hace más de 20 años.

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Le preguntamos si podemos ir con él a la ranchada de la isla. Don Vieira accede y allí vamos. Descendemos hacia el río por la barranca que protege de las crecidas y nos acomodamos en el bote. Y mientras el pescador arranca y deja calentar el motor, nos señala una canoa ubicada a unos metros de distancia.

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Esa que ves ahí es una canoa de madera, de una sola pieza, como las de antes. Ahora está plastificada por arriba, porque si no, no sirve más. ¡Tiene más años...! Ahora hay canoas enteramente de plástico, pero no se puede comparar la madera con el plástico. El plástico es muy livianito, no sirve, no tiene firmeza en el agua. Lo agarra este vientito y lo lleva para cualquier lado. En cambio, la de madera no: se afirma. Para marea, lo mismo. Y para poner el pescado también es mejor, porque si usted echa el pescado cuando hace calor, hay una temperatura altísima, entonces el pescado se muere enseguida. El plástico no es natural como la madera.

Otro pescador se acerca remando. Se detiene ante nosotros e intercambia unas palabras con don Vieira acerca de algunos vecinos, el estado del tiempo y el río. Como el otro pescador no tiene motor, José le ofrece remolque para evitar el esfuerzo. Son códigos de solidaridad entre compañeros de oficio. Unen con una soga sus pequeñas barcas y partimos.


El bote avanza ronroneando, navegando cerca de la orilla para hacer menos resistencia a la fuerza de las aguas. En las islas crece una asombrosa variedad de árboles y arbustos que se mezclan en un frondoso bosque e invitan a respirar el aire limpio. Nos acarician algunas ramas que se inclinan sobre el río. Detrás nuestro se aleja la ciudad de Santa Fe. La mirada del pescador se pierde contemplativa en algún punto de la corriente. Más tarde retoma el diálogo.

Ahora estamos trabajando el patí, el dorado, el surubí. También trabajamos el sábalo, que es exportado a otros países. Cada sábalo pesa un kilo. El frigorífico no quiere pescados grandes porque tiene que ser justo para el plato.
Además tenemos el manduvé, que junto a otras especies ahora va en bajada hacia el sur, a poner a Ibicuy, en el sur de Entre Ríos. Después viene la arribada en marzo. Desova allá y embaraza de nuevo, rápido. Si ud viera cuando suben, ya se ven grandecitos... están crecidos.

—Las carnadas que estamos trabajando ahora son anguillita, barrera, y corudito, un pescadito que se cría así nomás. Y después la morenita también... Antes trabajábamos con la isoca, esa que se cría en la tierra. No sé si la conocen ustedes. Es un bicho blanco. Ese es muy bueno para carnada.

Al patí lo trabajamos con apretadores vivos en el medio del río, donde hay 30 metros de agua. En este río llegué a sacar patíes de 20 kilos, 22 kilos... Los apretadores vivos son muy buenos para carnada. Son pescaditos. Se le pone siete a cada espinel, uno por anzuelo. ¿Sabe? Antes yo ponía siete apretadores por espinel y sacaba siete patíes por recorrida. Una vez vinieron los de canal 13 y los llevé al río... y pude mostrarles eso. Con siete anzuelos saqué siete patíes. Una cosa impresionante.

Nooo… si yo le cuento de antes... En el año '74 saqué un patí de 18 kilos; dos sábalos, 32 kilos en el '68. No tengo nada anotado, tengo todo grabado acá... —y señala su cabeza—.

El río se va abriendo y llegamos a un cruce desde donde puede contemplarse a lo lejos el blanco relieve urbano de la ciudad de Paraná, la capital entrerriana que se levanta en la otra orilla.
José libera el bote que remolca. El vecino agradece el gesto y se aleja lentamente hacia su punto de pesca. Nosotros continuamos avanzando por el mismo canal.


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Ahora más liviano, el bote avanza con mayor fuerza.
Que uno trabaje el pescado no afecta la reproducción, no lo depreda... Al contrario, es mejor, lo ayuda a estar en equilibrio. No somos furtivos. Porque nuestra pesca es artesanal. En cambio, si usted viene con un barco industrial y tira redes gigantescas, y con una palanca hace el trabajo de cien hombres, ahí sí está haciendo un daño irreparable.

Mientras tanto, José carga agua del río y lo echa en el balde donde trae la carnada viva. Así la refresca y oxigena, para evitar que muera.

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Cuando yo pescaba con mi padre... allá por el año '52, '53... (yo nací en el '42, así que saque la cuenta) en esa época nos subíamos al chicote y rastreábamos el surubí. Era impresionante la cantidad de pescado. Todos pescados grandes, buenísimas presas... Todo pescado bueno... 30 kilos, 25 kilos...


El tamaño de los peces fue decreciendo con el tiempo. Lo que jodió mucho fueron las represas. Ahora nosotros sólo capturamos peces que se mueven en esta misma región. Hoy el pescado nada en una zona más restringida. Las represas afectaron el comportamiento de los peces (no sé si puedo decir eso). Los que están más allá de la represa quedan allá, del otro lado, y no pasan para acá. Los peces no atraviesan los portalones de la represa. No se animan, tienen miedo.
Las represas también alteran el comportamiento de la naturaleza. Antes nosotros sabíamos cuándo crecía el río... el mes justo en que venía el pescado para desovar...
¿Vio el bajante que hay ahora? Es impresionante. Está seco, seco. Y la cantidad de pez disminuye. ¿Por qué hay poco pescado cuando baja el río? Porque el pescado no tiene dónde desovar. Ellos buscan rincones donde hay mucho camalote, para que los huevos queden protegidos... para que el otro no le coma los huevitos... Si hay poca agua no tienen dónde poner, y si pone, pone al pedo, hablando en bruto, porque no se aprovecha, pone pero se lo comen los bichos.

—Cuando el río está más crecido, vienen las otras plagas: la mojarra, los mojarrines, viene el cangrejo y comen.

Ahora está bajo el río —repite—.

—Hoy en día el río es más impredecible. No está más quieto. Antes el río no se movía por seis meses. Quizás crecía un centímetro y bajaba otro. Pero ahora tal vez viene una creciente que sube tres metros en quince días. Y a los quince días sube de golpe otra vez.

Los peces buscan la temperatura para desovar. Si no, se mueren con el frío. Son animales que no paran nunca. Todos (sábalo, surubí, etc). Se van de acá hasta Ibicuy, al sur, a poner, va en esta época (octubre/noviembre) y de ahí otra vez para arriba, hasta Corrientes. Hasta que vuelven a bajar. En Corrientes desova donde hay 30 centímetros de agua, para que el sol caliente en invierno, porque si no se muere...

—Yo siempre digo que el río Paraná es otro mundo. No tendríamos por qué tocarlo nosotros, ni sacarle los pescados, porque entre ellos viven, entre ellos se comen. Hay una increíble cantidad de especies y de comida... Hay dos o tres clases de la viejita del agua, está la chiquitita, que le decimos nosotros munición por lo chiquita... después está la guitarrita que se le llama, esa es para el patí... y está donde hay camalote.

Al acercarnos a la isla, avistamos la ranchada en lo alto de la barranca. Una jauría integrada por una docena de perros, de todas las edades y tamaños, sale a recibirnos y festeja nuestra llegada. Don Vieira desciende del bote, lo amarra en la orilla y nos invita a conocer su lugar de trabajo.



Es un lugar humilde, levantado precariamente para satisfacer necesidades esenciales. En su ambiente principal, la ranchada tiene una larga mesa, una parrilla y una bomba para sacar agua. Más atrás hay una habitación. Los perros nos rodean ansiosos, nos olfatean y mueven la cola.

—El lugar donde uno pesca se gana por antigüedad. Hay lugares que están más alejados donde se saca mejor pescado, pero a veces no es negocio por los gastos, no rinde por la nafta, uno no puede volver con poco pescado...


Acá suelen venir mis hijos. Pero van y vienen. Yo, en cambio, me quedo. Ahora tengo un rancho de miércoles porque la tierra se desbarranca. Y cada tiempo hay que cambiarlo.
Para construir aquí pedí permiso. Yo tengo permiso de los dueños. Es de un tipo que tiene guita. El que me dio permiso a mí ya murió. Hace muchos años ya. Hace 42 años que estoy acá. Siempre en el Paraná, porque siempre me gustó sacar el pescado bueno, limpio.


—Antes había mucha gente acá en las islas. Cuando llegaron las crecientes grandes había dos escuelas. Si usted viera lo que eran las islas antes... era un pueblo... y toda la gente criaba animales, chivos, chanchos, gallinas... pero las crecientes grandes se llevaron todo. Después vinieron las escuelas para acá y ¿qué pasa? Hasta yo me tuve que venir para acá.

—Yo siempre estudio al río, porque por eso saco pescado. Lo estudio al pescado para sacarlo. No es poner un espinel e ir a sacar pescado. Hay que buscar el lugar, dónde come el pescado. Capaz que usted pone diez espineles acá y saca peces solamente en dos. Y en los otros nada.
—El pescado va por el piso. Donde hay arena cruda, que es una arena gruesa, amarilla, ahí no come el pescado. El piso tiene que ser entreverado. Tiene que tener barrito con arena, para que coma. Además hay arena movediza, que se le dice también, que es una arena que se va con la correntada, más o menos 30 centímetros por arriba del piso firme. Entonces a la carnada la deja áspera, le saca la goma... y el pescado no la come.

—Nooo, no es fácil, ¿vio?



—Ahora lo que me está matando mucho en la pesca es la contaminación del agua, por todos los venenos que echan a los campos, ¿vio? Cuando llueve viene todo al río. Y ahí vienen los problemas. Ahí se muere mucho el desove, por la cuestión de los pesticidas, todos esos venenos... El otro día estaba escuchando en la radio que acá tenemos agua para 20 años más, nomás. Después no sé.


—Otra contaminación que hay es por las cloacas. Yo me acuerdo que antes teníamos una sola cloaca acá y otra en Corrientes. Y ahora, como aumentó tanto la población... Yo me acuerdo que éramos 17 millones en el año '55, cuando todavía estaba Perón. Y me acuerdo yo que Santa Fe era chiquitito. Y el crecimiento de la población, las fábricas, las papeleras... ¿Entonces qué pasa? El agua se va ensuciando. Aquí nomás, mire. Antes este río era limpito y ahora tenemos una cloaca aquí nomás. Era de una higiene bárbara, porque no tenía tanta cloaca. Ahora sacaron otra en el río Colastiné.




Don Vieira se pone a trozar la carnada para llevar al espinel. Continúa contando mientras maneja el cuchillo y separa las mejores partes para cargar los anzuelos.

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—Lo que mató también son todos esos plásticos. ¿No ve? Una botella plástica tarda 200.000 años en degradarse.
Aparte reventó que no hay más laburo. Antes usted agarraba un carro y se ponía a vender botellas, y vendía. Vidrios, botellas, huesos. Ahora no se compra más nada de todo eso. Mató mucho para los laburos, para los trabajos. No se vende tanta madera... porque antes usted cortaba madera para las fábricas, que eran todas con caldera en esa época. ¡En todos esos montes había una de laburo antes! Fíjese que antes usted cazaba nutrias y vendía, y también se cazaban carpinchos. El cuero de nutria tenía un valor bárbaro, hasta que llegaron los japoneses haciendo la piel igual pero artificial. Entonces no hay más laburo de eso tampoco. Antes no sólo de la pesca vivía uno. Por eso antes había también mucho pescado. Porque había otros trabajos mejores, más livianos, se ganaba más, y no se molestaba al pescado. Y ahora lo único que queda en el río es el pescado. Otra cosa no hay. Antes también se sacaba la conchilla del agua, no se si usted la ha sentido nombrar... con la que se hacían los botones. Estos botoncitos de camisa, ¿ve? Se ganaba cualquier guita con eso. Todo el mundo laburaba con eso. Después con lo que quedaba hacían un polvo . No sé para qué, ¿vio?



¡Usted viera lo que era antes! Y bueno. Todo eso terminó.


—Nosotros somos de Gaboto, yo me crié en Rosario. Ahí pescaba con los rosarinos y aprendí a armar las mallas. Allá son muy expertos. ¿Vio lo que son los rosarinos? Entre ellos son muy unidos, además de ser expertos para la pesca. Allá se hacían las canchas de rastra. Cargan las mallas de bajada y se van turnando... hasta le pedían a la Prefectura que avisara los turnos. ... Ellos largan 400, 500 metros de malla.


—Y acá no hay unión... Si usted hace la cancha de rastra, qué sé yo... usted a veces tiene que llamar a un barco arenero para sacar los raigones, los árboles que están abajo, que están caídos sobre el río y hunden sus raíces en el agua... porque todo tiene que estar limpito para que la malla no se agarre, porque tiene que estar todo tan nivelado, ¿vio?, que tiene que ir justo, casi tocando y casi en el aire, y entonces no tiene que haber nada abajo... si hay una piedra ya le hace perder el lance.
Donde estoy yo es el río Paraná, que es el mismo de Rosario. Éste que ve usted es un canal, un lago nomás. Después más allá está el Barroso, que es anchísimo, un caudal de agua impresionante.

—Antes andaba más. El río Paraná lo conozco entero. Cuando era joven iba y venía. Me gustaba caminar. Quizás me iba a Corrientes y de allí hasta Ibicuy. Kilómetros y kilómetros. Pero ahora no puedo porque ando con la presión... de a ratos me da ganas, porque me gusta... pero... por ejemplo, yo no conozco el mar.



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En el negocio de la pesca, los intermediarios se quedan con la parte del león, porque los pescadores no cuentan con un equipamiento capaz de mantener en buen estado los pescados, que deben venderse frescos antes de que se pongan en mal estado.



¿Cuáles son las principales razones por las cuales un pescador hoy no gana tanto?
Por la falta de pescado. La falta de pescado y los precios del pescado. Saque la cuenta. Un kilo de pescado vale diez pesos, y a nosotros un kilo de pescado nos lo pagan tres pesos cómo máximo. Está el intermediario que te mata. Él tiene que ganar. Pero él gana más que nosotros porque él todos los días saca 200 kilos, póngale. Si nosotros sacáramos todos los días 200 kilos, ganaríamos 600 pesos por día, y eso es plata. Entonces, ¿qué pasa? El intermediario gana dos pesos libres por kilo. Y él todos los días lleva 100 kilos, 150… Entonces si saca 250 kilos, a dos pesos, gana 500 pesos todos los días. Está bien que tiene gastos de patente, los impuestos en la pescadería y tantas porquerías, porque hay gastos también.



¿Y no se organizan? ¿No pueden llegar a venderlo ustedes?
—Nosotros no podemos hacer los dos trabajos. Porque usted tiene que estar acá, empapado en el pescado para poderlo sacar. El acopiador no. Él me compra 20 kilos a mí, 20 kilos a él, 20 al otro, 50 a aquél… en un ratito hace los 100 kilos, y ahí ya se ganó 200 pesos. Y yo, y él y aquél, no. Sólo hacemos para comer nomás.

¿Y ustedes no pueden ponerse fuertes y decir: “No. A tres pesos no te lo vendo”?
—Y… no podés porque no te lo compran. Te dicen: “Comételo vos”. Y hay otros que rematan, cuando el pescado está medio podrido, ponen en oferta, ¿viste? Cinco kilos por tres pesos, ponele, ¿viste? Y está podrido, ¿y qué pasa? La vieja pijotera lo come podrido. Y le manda limón y vino, limón y vino. ¡Ay, Dios!


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—Yo ahora pesco, vamos a decir liviano... Dos recorridas, nomás. Una a la mañana, a las once... y después a esta hora más o menos, a las cinco o seis de la tarde. Después, a veces, si me da ganas, a las diez de la noche. Hasta tres recorridas por día.

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Al rato subimos al bote nuevamente para ir a revisar y cargar el espinel. Cuando lo saca, Don Viera encuentra atrapadas algunas presas. Saca un amarillo y un surubí. Dice que los podemos cocinar. También hay atrapados otros pescados, pero no vale la pena sacarlos porque son demasiado chicos. El pescador los devuelve al río.



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Ya en la isla nuevamente, cuelga los pescados a la sombra y les tira agua para mantenerlos frescos. Así luce nuestra próxima comida.

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Mientras se pone a hachar troncos para encender el fuego, Don Vieira nos comenta:
—Cuando fue la guerra mundial, mucha gente de otros países se vino a vivir acá. Se hacían ranchos como los que tengo yo. Estaban un año acá, dos años allá. Y así andaban. Yo conocí a un italiano de apellido Corletto. También había cantidad de gallegos, polacos… Y los vagos se empleaban en los barcos, en las areneras. ¿Y sabés lo que le daban a los polacos? Mate cocido y galleta marina. Y les daban dos o tres pesos por mes. Los cirujas de acá se aprovechaban de esa situación.



¿Y no les convenía quedarse en el monte, viviendo de la caza y de la pesca?
—Y… pero como no tenían ni siquiera una canoa. Venían sin nada. Los traían los barcos y los tiraban acá.
¿Ustedes saben que Perón trajo muchos alemanes acá a Entre Ríos? Cuando fue la guerra, trajo tres o cuatro barcos llenos, porque en Entre Ríos ¿qué pasaba? El criollo, es como nosotros, que vivimos para chupar y comer, nomás. Dígale a un criollo que destronque un árbol. Y bueno, cuando Perón trajo a toda esa gente, en Entre Ríos nadie explotaba esos chañares, todas esas maderas durísimas. Entonces Perón les dio pico y pala a los gringos.


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—La segunda mujer de mi padre era alemana, mi madrastra. Y así conocí las aldeas de acá de Entre Ríos. ¿Viste que ellos hacen aldeas? Son todos unidos, todos agrupados en colonias.
Ahí conocí a toda la gringada. Todos buenos, ¿viste? ¡Sabés cómo me querían! ¿Viste que al negro no lo podían ni ver antes? Le tenían como miedo al negro, al argentino. Vos ibas a una aldea de esas y te miraban como a sapo de otro pozo.
La madre de mi madrastra me contaba que cuando venían en el barco, a los que se enfermaban los tiraban al mar. Y al que se moría también lo tiraban. ¡Qué bárbaro! ¡Me contaban que cuando venían en el barco había un hambre! Venían dispuestos a hacer cualquier cosa. A lucharla. ¡Qué bárbaro!


—¡Las guerras! ¡Qué negocio, las guerras! Para vender balas, nomás. Cada vez que la madre me contaba, lloraba. Ella murió de cáncer. Yo la llevé al hospital.


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—En esas aldeas yo vendí pescado. En el año sesenta y pico, usted no se acuerda, se murió todo el pescado de frío. En la laguna Setúbal. Una gran bajante que vino, un gran frío que mató a todo el pescado. Lo juntaban con camiones, parvas de miles de kilos, lo quemaban, por el olor. Había surubí, raya (de la más chica hasta la más grande). La costanera era puro gusano y pescado podrido. Y bueno. Nosotros nos tuvimos que ir a Gaboto. Allá sacábamos unos patíes tremendos, todos grandes, de diez, dieciséis kilos, dieciocho kilos. Un día lo hablé a un gringo que estaba ahí y le propuse que vendamos con el carro. Le dije: “Vos que sabés hablar en alemán, en ruso, hablalos vos a tus mismos cumpas, a los otros gringos”. Y resulta che, que encargaron como 200 kilos de pescado. Claro. Hay que salir a la una de la mañana, ¡eh! Porque a las cuatro pasa el carnicero. Si usted va después del carnicero, no le compran nada. Entonces a la una nos íbamos a cargar el pescado y ya estaban los gringos con el arado, ya están arreglando el tractor, tomando mate cocido con el chorizo en grasa.
Y bueno. Yo le decía primero que era patí. Y ellos decían: “No, negro. No, negro”. Después decían: “¡Qué va a ser patí! Esto es surubí. ”. Y ahí nomás, como los gringos no conocían, les decía: “Es surubí”. Por la pinta. ¡Vos sabés que lo querían entero! Y preguntaban: “¿Cuánto salen esos?”. Y yo les decía: “Y… hasta un peso el kilo”, en ese tiempo. “Bueno. ¿Cuánto es?”. “20 kilos un patí, veinte pesos”. Y bueno, y así. ¿Vos sabés que lo vendía todo? Aparte si vos vieras… Después me decían: “¿Cuándo venís, negro, por acá? ¿Cuándo te esperamos?” Y yo le decía, ponele que era un miércoles: “Y… el viernes: ¿Puedo venir el viernes?”. “Sí. Pero vení seguro. ¿Venís seguro?”, me preguntaban. Porque iba el carnicero. Entonces, si yo iba, no le compraban carne. Iba yo con el pescado.


—Y bueno, entonces yo fui y me hice amigo de todos los rusos, las rusas. Uuh… ¡si vos vieras! No los vas a joder en cien gramos, ¡eh! Vos le vendés un pescado, ¿viste? Le decís, ponele: “El pescado pesa 16 kilos con 800 grs. Pero los 800 grs No se los cobro, señora. Se los regalo”. “Aah, muy bien negro. Gracias.” Y van al almacén y lo pesan. De desconfiados que son. Pero después ellas mismas te hacen la propaganda: “Comprale pescado al negro, que te regala…”. Pero si la jodés en cien gramos, ellas mismas les dicen a las otras: “No compres pescado al negro que te roba, el sinvergüenza". Nooo. No vayan ahí con los rusos porque no sabés la que te espera. Usted sabe que después yo venía con el carro, venía por la carnicería, le dejaba un patí al carnicero ruso: “Che, Miguel… ¿Querés comer pescado?”. “Sí. Dejame”. “Acá hay un patí de como siete, ocho kilos. ¿Lo querés?”. “Sí, damelo. Bajalo, bajalo”. Todo esto mientras estaba despachando. “¿Qué querés llevar?”. “No —le decía yo—. Dejá de hinchar las bolas”. “Pará —me decía—.” ¡¿Vos sabés que me regalaba la cabeza de vaca entera?! ¡Con lengua y todo! Chinchulines, todas las achuras. “Llevá”, me decía. Y me daba costilla. Un asado de costilla así. Aahh.


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—Después iba a otra aldea y las viejas me decían: “Negro. Pase a la cocina.” Eeh. Chorizo en grasa, queso, un pan casero ruso así, ¿vio?, huevo. “Para llevar, negro”, me decían. “No señora, por favor. ¿Cómo me va a dar tanto?”, le decía. Yo también a veces le daba, ¿viste? Un patí, ponele, de cuatro kilos. “Esto es por lo que me dio”. “Noo, negro, nooo”. Pero lo manoteaban. ¡Vos vieras qué vida! ¡Había una abundancia! Iba a las fiestas de los rusos y había de todo. ¿Viste cómo bailan los rusos? A los saltos. Vos vieras qué manera de chupar y comer. ¡Era una cosa de venir al otro día, pero desarmado, deshecho, hecho pedazos!
Y doña Emma hace dos años que murió. La señora de mi padre. A los ochenta y pico de años. Aahh… ¡Mezquina! Ooh. Si yo te digo, le pedías un litro de agua, te daba medio. Y si le pedías fósforos, te daba uno y te decía: “Si se te apaga, vení a buscar otro”.



—Siempre les decía: “Y ustedes, rusos de mierda, ¿qué vienen acá a la Argentina a sacarnos la comida a nosotros? Manga de mugrientos, rusos…” de todo les decía, chupado yo. Y ellos, también chupados, decían “Eh, negro, venimos a ayudarte. Ustedes son vagos, haraganes (pone acento mexicano). Ustedes están acostumbrados a tener todo. Ustedes matan una vaca y ya comen”. Noo, si vos vieras a los rusos. Comían cebolla sola. Se la pasaban por el pantalón y adentro. Trabajaban con el barro hasta la mitad de la canilla.

—¡Qué tiempos y la puta que lo parió!

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Llega el momento de abrir el pescado y don Vieira nos muestra:
—Acá está la nariz, acá está el oído… Están tapados para que no entre agua. Acá está el corazón. Pegado está el hígado, ahí adentro, ¿ve? Y esto es el mondongo. ¿Ve cómo se mueve? Así también trabaja el nuestro, ¡eh! Continuamente trabajando, ¿no es cierto?
Después tiene las dos válvulas esas que son para apretar, para matar al pescado adentro, cuando lo come, ¿ve? Cuando caza, esas dos válvulas se cierran. Con ese mecanismo lo mata, lo descompone, y ahí lo traga. Yo le contaba antes que el surubí, cuando se ahorca y no puede respirar (don Vieira lo ahorca), ¿ve? ¿Ve cómo abre la boca? Hace ajjj, y corta el hilo, por más fuerte que sea. Hace una presión bárbara.


Abierto casi por la mitad, el pescado aún da señales de de vida.

Mirá cómo se mueve el pescado. Se expande y se contrae. Todavía no se muere. Hay que saber pegarle en el punto preciso.

Entonces lo golpea nuevamente en la cabeza con el mango del cuchillo y lo mata.

—¿Ve cómo tiembla al morir? ¡Cómo cambia los ojos de manera instantánea cuando está muerto! Y a nosotros recién a las 24 horas se nos mueren los ojos… Siiií… Está el ojo vivo, vamo’a decir. No lo nota el médico.

Mientras lo abre y desmenuza, nos cuenta…
—El embarazo del amarillo es de dos millones ochocientos mil huevos, cada parición. Dos millones ochocientos… Éste es el embarazo, ¿ve? Son dos, ¿ve? Acá adentro son millones… millones de amarillos, ¿ve? Todavía no están… formados, vamo’ a decir, ¿ve? Fíjese, no sé si usted alcanza a distinguir, los millones que hay ahí. Se ve como arenilla, son puntitos. Bueno, cada uno de esos es un amarillo.
Por eso tiene que aumentar mucho el pescado. Tiene que haber mucha producción, porque se comen entre ellos porque si no… de esos huevos sobreviven muy pocos. Fijate que un dorado se come a éste. Uno de cinco, seis kilos se come a éste. Lo corta por el medio. En tres, cuatro pedazos, un dorado que tiene la boca así, ¿vio? Vivo lo come. Si no es vivo, no lo come.






—El armado tiene dos estómagos, como la vaca. Come de todo. Y lo que come no le hace mal. Come maíz, come lo que le den… yuyo, cualquier cosa. Trigo, sorgo… Si vos ves cuando destripan un armado, te das cuenta.




—Mi finado abuelo era un tipo muy sabio. Me dijo que por el año 2000 íbamos a ver cosas que nunca habíamos visto. Como el Sol, ahora, que rompieron la capa de ozono, esa que usted no puede estar en el sol porque se cocina. Provoca cáncer también. No hay que mirarlo porque acorta la vista. Y el finado abuelo también me decía que íbamos a vivir presos en nuestra casa. ¿Es cierto eso o no es cierto? Y lo que dice el Cambalache, el tango, ¿vio? "¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor! ¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! ¡ Da lo mismo un burro que un gran profesor!" ¡Qué bien hecho está!




—En el río encontramos cantidad de ahogados. Una vuelta perdimos una ganga nosotros… Un turco se había tirado acá del puerto de Paraná, ¿vio? Un turco, no. Un judío… Se había peleado con la mujer, qué sé yo… y se tiró de ahí. Lo buscaba la Prefectura… en la época, ¿no? Y usted sabe que nosotros estábamos allá frente a Gaboto, no sé si usted conoce… al lado del río, ¿no cierto? Usted sabe que lo agarramos con el bichero ese, ¿vio? ese de bicherear el pescado, que usted preguntó hoy para qué era… Lo agarrábamos del cinto y lo arrastrábamos para fuera… Estaba podrido ¿viste? ¡Repodrido! ¡Se ladeaba el judío…! ¡Pero vos vieras cómo se recostaba de nuevo! ¡Uuna vez! ¡Oootra vez! Yo estaba con mi padre y un tío, ¿viste? ¡A sacarlo al muerto! Pero se recostaba a los 30 metros. No quería salir. Parecía que se… se venía. Hasta que un día lo sacaron, qué sé yo… lo llevaron casi hasta el otro lado, ¿viste? Y lo largaron… En ese tiempo venía la lancha de Rosario hasta Diamante. Y lancha de Victoria a Rosario, también. Bue… resulta que la lancha denunció en Diamante que había un muerto, que había un ahogado denunció. Y lo fueron a buscar con la Prefectura.

—¿Sabés cuánta plata tenía en esas épocas que yo era chiquito, el turco? Siete mil pesos… en el bolsillo. Claro… ¡Tenía que revisarlo, mi padre! Por eso se recostaba y decía: “Sacame la plata, vos que la necesitás”. Siete mil pesos tenía. ¡En esa época! Yo ahora… viene un ahogado, lo primero que hago… ¡¡Siete mil pesos!! ¡¿Sabés lo que eran siete mil pesos en ese tiempo?! ¡Qué bárbaro…! ¡Qué bárbaro!

La comida está lista. Pescado frito cocinado a las brasas. Sabe exquisito. Es un manjar que no se prueba todos los días.

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—El pejerrey se terminó por completo acá. Usted viera la plata que ganamos con el pejerrey. Usted calaba con una mallita y sacaba tres, cuatro canastos. Canastos grandes, llenos... y lo pagaban bien. El pejerrey se fileteó toda la vida. Y después, a los años, se empezó a filetear el surubí. Ahora hacen filet de sábalo, hacen filet, qué sé yo, de armado, de todo... Todo filet, todo filet se trabaja.

—A mí para comer me gustan todos los pescados. Como de todo, sí, sí, sí. El pescado que más me gusta, vamos decir, es el filet de armado que se hace ahora, el chupín de armado, un pescado muy común. Después me gusta el amarillo a la parrilla, el sábalo me gusta mucho, la boga. El pacú es hablar porque no hay más. Pero pacú antes comía yo. Hasta 17 pacú por día sacaba.

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—Al pescado no se lo saca así nomás. Hay que saberlo sacar. A nosotros nos abría el anzuelo. Hacíamos esos anzuelos doble cero. Los anzuelos doble cero son unos ganchos. Y los pescados nos abrían el anzuelo. El manguruyú. ¡Esos sí que son bravos…! nos abrían el anzuelo... los dos anzuelos nos abría… Si tiene un fuerza. Uuuuuuhh... ¡Una fuerza! Hay que pelearlo hasta que se canse, pero el problema que tiene el manguruyú es que no se cansa. El surubí sí. Pega seis, siete estiradas, vio, y después se cansa, se entrega. Pero el manguruyú es incansable, igual que la raya. La raya tiene los dientes filosos, ¿viste? Raya hemos sacado de 180, 220 kilos.
Acá está la raya fina, esa que se come. Después está la común, la otra que no sirve, la overa. La raya fina tiene la colita cortita y la otra, no, pasa la cabeza. Esa es la brava, la overa esa. Si le pica la pata, está perdido. Si lo flecha, se echa a perder la herida. Tiene una goma que después no sana más. Se hace como una úlcera.

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—En el río hay de todo. Por ejemplo hay yacaré. Hay uno medio negro y otro medio… así, ladrillo, color ladrillo. Antes cazábamos. Ahora no. No se vende más. Antes se vendía para cuero. Para hacer carteras, zapatos, siiiií… un cuero bárbaro. También se come. Ahora lo comen. Nosotros lo matábamos de noche, cuando andaba comiendo. Y si, lo pescás con anzuelo también. Le ponía dos anzuelos grandes, un pedazo de sábalo, ¿vio? Y al otro día estaban ahí prendidos. Es un bicho feísimo. ¿Lo conocen ustedes? Cuando está enojado larga unos chorros de agua para arriba, y abre la boca. Unos colmillos así tiene. Con el ojo del hacha había que darle. En la laguna estaban. Esos viven en las lagunas. El macho amontona mucho camalote. Él es el que hace ese trabajo para que la hembra ponga los huevos. Y él es también el que cuida los huevos. Hace un montón grande de camalote, y entonces el montón grande de camalote, al amontonarlo, fermenta. Vamos a decir, se calienta. Y Entonces ahí nace el pichoncito, entre todo eso. Y lo cuida el macho, hasta que nace. La hembra puede llegar a poner entre treinta y cuarenta huevos. Pero ya no se caza más. La carne sí se compra. ¿Vio que hay criadero en Buenos Aires? ¡Es carísimo! Un yacarecito así no sé cuánto lo cobran para comer. Pero lo crían ahora, ¿vio?


—Después está la palometa. ¡Esa es brava! Pero ahora se come también. Y se filetea. Salen hasta de dos kilos. Palometa a la pacú esa que le decimos nosotros. Después está la piraña. La piraña es la brava. Son parientes: la palometa y la piraña. ¿Sabe cómo es? Si van mil palometas, hay una que va dirigiendo. Es como… no sé si usted ha visto una bandada de patos, que siempre va uno adelante, ¿vio? Es el que dirige la bandada. Entonces la palometa, ¿qué pasa?, va ahí adelante. Cuando esa atropella, atropella el cardumen. Usted sabe que en Reconquista, acá cerca de Corrientes, hay… yo no quería creer, porque me reía primero, y una vuelta fui allá a Reconquista a trabajar el surubí. Cuando un surubí pegaba en la malla a una distancia de acá a quince metros, iba a buscarlo a todo remo pero… ¿qué encontraba? El esqueleto nomás. Cri, cri, cri, cri… hacía abajo. Se lo comían enseguida. Ahí no se podía lavar las manos usted. Le cortaba. A mí me cortó. Mire el dedo. El pedazo éste me cortó. Por acá tengo otra cicatriz.
Bueno. Hay algo que le cuento… hay algunos que se ríen. ¿Sabe lo que hacen allá para cruzar la hacienda? Largan tres o cuatro vacas flacas primero, para que se mantengan los cardúmenes de palometa. Y recién después cruzan las otras. Y un día un puestero ( yo lo cuento acá y se ríen, los vagos)… Un puestero iba con el caballo, ¿no? Dice que cuando iba llegando allá, ve que el caballo se iba hundiendo así, ¿vio? Y veía que el caballo abría los ojos. “Murió el caballo”, pensó. Lo fue a levantar, y estaba el esqueleto nomás, la cabeza. Le habían comido el caballo. Y sentía todo el movimiento de los peces abajo del agua, y él se salvo de suerte. Impresionante. Eso es en Reconquista. Cuanto más arriba, más palometa. Todas pirañas, ¡eh!. Casos de personas que hayan sido comidas no hay. Se cuidan del agua, ¿vio? ¿Quién se va a largar ahí…? A lo sumo se puede sacar agua para lavarse la cara. Al menos en esos años que fui yo. Eso fue en el año… a ver… no me acuerdo…en el sesenta y pico fuimos para llá, a trabajar el surubí. ¿Pero queeeeeeé? Sacábamos como mil kilos por día de surubí (¡entre tres, eh!). Yo y Marceau, no sé si los conoce a los Marceau. Éstos que son muy nombrados acá. Bueno, con ellos hicimos la película también. Sí que son conocidos. ¿Pero queeeé? Si hasta tenía que gastar tres kilos de nylon por día, remendando (cuando recién había salido el nylon). Porque las palometas se comían las mallas y el agujero… ¿vio? Es inmenso el agujero que hacen. Hacen pedazos la red. Entonces no convenía, porque teníamos que estar todo el día remendando, ¿vio? A los quince días me vine. Nos hacían maldad, porque de 30 surubíes que agarraban, sacábamos 10. Los demás se lo comían en la malla. Era una maldad. Y el otro se vino también después. Y cómo será, que allá largaban las mallas de rastra, ¿vio?, como va la correntada, como le decía yo… y se lo comían de viaje las palometas. Eso pasa cerca acá también, en el Miní, no sé si conocen. ¿No lo ha sentido nombrar usted? Es un lugar que acá en el norte, cerca de Santa Fe. También se comían en el río San Javier, agarraban el surubí, y también de viaje se comían el pescado.



—En las islas también hay yarará, pero a mí hasta ahora, gracias a Dios, no me picó ninguna. ¿Sabe qué pasa? La yarará es un bicho que, mientras usted no lo moleste, va a pasar por acá y no lo va a atacar. Si uno la pisa sí puede morderte.




La vida de hoy es un desastre en comparación a lo que era antes. Se han perdido muchos códigos. Hoy la vida vale menos y la gente vive loca, más por la avaricia. Vos tenés un auto y querés cambiarlo mañana. Hoy tenés un televisor de 23 pulgadas y mañaña querés un 29. Entonces vivís loco. ¿Por qué vienen los divorcios? Porque la gente está todo el día trabajando y lo demás se va muriendo. Antes usted podía vivir en una mesa sencilla como ésta, y por eso el tipo vivía bien, porque la gente no vivía con la avaricia en que vivimos hoy. Hoy todo es plata. Y la gente vive corriendo para tener más y más. La gente compra cosas, pero desconoce su destino.

No muy lejos de allí, en la isla Clucellas, hay una ranchada donde viven otros pescadores. Don Vieira dice que nos están esperando y allí vamos.

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En la nueva isla hay numerosos perros, gallinas y una cancha de bochas. Los ranchos están más distribuidos y son más espaciosos.

Los pescadores nos invitan nuevamente a comer. Esta vez hay virrey a la marinera. El vino nunca falta. Y enseguida se arma la charla. Pedro nos cuenta:



—Hay gente que en la ciudad está podrida de vivir en lujos y cuando viene a la isla quiere lo mismo: aire acondicionado, televisión o calefacción para venir a pescar. ¿Pero podés creer, vos? La gente le tiene miedo a la naturaleza. Acá quieren vivir igual que allá. Si usted viene a una isla, usted viene a castigarlo al cuerpo, porque a usted le falta eso. Le falta ese cambio de aire.


—Usted esté una semana acá. Sáquese la camiseta, sáquese todo. Va a ver cómo queda toda dura la piel. Si la encontrás así es un agua, porque no tiene aire, no tiene oxígeno. En cambio, en contacto con la naturaleza, la piel se va curtiendo, como le pasa al indio. ¿Por qué el indio andaba desnudo y no tenía frío? Porque la misma piel se acostumbra a protegerlo. Es como el perro, que anda todo el año —invierno y verano— con la misma ropa. Y nosotros... que la blusita, que la camisetita… porque acostumbramos mal al cuerpo. Aparte la ropa es un negocio. Si nacemos desnudos, tenemos que andar desnudos. Ahora date cuenta vos: uno nace desnudo y va de corbata al cementerio. Fijate dónde está el negocio.

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—Yo soy nacido en Alto Verde —cuenta Pedro—. Allá en el pueblo yo tengo una casita más o menos, pero yo soy solo. Hace poco falleció el pibe mío y mi señora. Y a la isla ya hace casi catorce años que vengo con él — dice mientras señala al amigo—. Y yo prefiero mil veces venirme acá a la isla, porque acá tenemos una vida nosotros. Por ejemplo, ese chico que vos ves ahí, no es nada mío, pero yo lo traigo y le enseño el oficio. Acá me dicen Tata a mí, y a mi mujer le decían Iaia . Y ellos se quedan con nosotros. Yo les compro todas las cosas, le doy lo que necesitan. A él, a los chicos de al lado, a los vecinos, que se juntan entre un montón a jugar a la pelota y les hago hasta de comer. Los traigo a la isla, les compro ropa, les compro botines, les compro de todo.

—Mi hermano mayor se crió en la isla, mi padre era puestero. Carneaba un novillo por día para comer. Y a la isla vinimos de muy chicos, y eso que la isla es sufrida. Lo más sufrido es la isla. Hay todo tipos de bichos, mosquitos, llega el invierno con el frío y vos tenés que mojarte para hacer carnada, para sacar un pescado y todo eso. Durante el verano te matan los insectos: que jejenes, que viuditas, tábanos… y tenés que andar encarnando el espinel con todo el río plagado de mosquitos. Y la gente que viene de afuera no reconoce el esfuerzo. La gente que tiene comodidades en la ciudad no reconoce la vida del islero. La gente no nos ve a nosotros. Allá la gente tiene aire acondicionado, calefón, cocina, todo lo que quieren. Allá se acuestan y duermen. Pero acá no hay contemplaciones. La isla te muestra cómo es la naturaleza. Yo cuando voy al barrio prendo el equipo de música, veo la televisión, tengo todo. Pero a mí me gusta acá. ¿No te digo que vengo hace catorce años? Y vengo más todavía desde que falleció mi mujer, hace un año y dos meses. Era una mujer muy compañera. Viví con ella 37 años. Cuando yo llegaba a casa del trabajo (yo trabajé en la municipalidad), ella ya tenía las cosas preparadas para venirnos a la isla.

—Yo no fui siempre pescador. Viví más en Santa Fe, en el centro. La familia nuestra sí se dedicó siempre a la pesca. Y desde los 18, 20 años más o menos, me puse a cazar nutrias, carpinchear, a hacer todo eso…

—Ahora, a mis hijos no les gusta la isla. Me dicen: “¿Para qué te vas si acá tenés de todo?” Y ellos no entienden que yo en la isla estoy mejor que allá.




—Cuando ustedes quieran volver, están invitados. Pueden quedarse una semana si quieren. Son bienvenidos. Pueden venir acá, hacemos un asadito y comemos en esta isla, después nos vamos la otra isla y comemos allá. Y después vamos a la casa de Alto Verde y comemos de nuevo allá. No va a faltar nada.

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Cae la noche y comenzamos el regreso. Avanzamos silenciosos entre las islas de vegetación exuberante. Volvemos colmados. Un buen pescado, algo de vino y horas de charlas nos permitieron asomarnos a este atrapante mundo del río Paraná y los isleros.

Después de viajar durante tanto tiempo por el país, comprobamos que la gente más amable es la más humilde. Es una constante: la solidaridad se encuentra mayormente entre la gente que menos tiene, quizás porque quienes viven rodeados de todo tipo de comodidades, también viven presos del miedo y no confían en nadie. Están atrapados en la cárcel que ellos mismos se construyeron.

—Un tipo que conoce la isla, que conoce la pobreza y conoce esta forma de vivir, es más bueno. El hombre que tiene plata, vive encerrado porque tiene miedo que le roben. Si se sienta en una mesa con nosotros, mira para todos lados para ver qué le vas a hacer, qué le vas a sacar. Siempre está desconfiando, aunque vos seas bueno.

Volvemos hacia el barrio en silencio, contemplando el atardecer que acentúa los verdes de la exuberante vegetación de las islas.


José nos cuenta que el río lo mantiene fuerte y le permite una libertad que ningún otro empleo le daría. Ha aprendido a entender las vueltas y caprichos de las aguas, y lee el comportamiento de los peces como si fuera capaz de escucharlos nadar en la corriente.

Yo soy pescador y entiendo lo mío —afirma—.






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