Invocaciones


América Latina es una increíble tierra de contrastes. La injusta distribución de los recursos da lugar a las sociedades más desiguales y violentas del planeta. A pesar de ello, y justamente por ello, sus habitantes encarnan una capacidad de resistencia inusitada. Aquí han habido estallidos populares históricos y se han desarrollado movimientos sociales que fueron ejemplos de dignidad para el mundo entero, encumbrando líderes que hoy trascienden las fronteras latinoamericanas y representan en cientos de países un símbolo de solidaridad y rebeldía. Sin embargo, estas figuras descollantes y esos momentos convulsivos apenas representan la cabeza visible de una población que construye desde el anonimato una quijotesca historia cotidiana, una población que afirma la dignidad posible a través de la poesía renovada y fecunda, no necesariamente coherente, sino basada en una larga tradición de resistencia que proviene de una diversidad múltiple y un intricado mestizaje acostumbrado a enfrentar duros desafíos: los indígenas, que nos enseñan a vivir en comunidad y a respetar la tierra; los negros, que marcan una impronta mágica e imborrable en cada región de América, y los blancos que no quisieron ser otra Europa y reservaron a nuestro continente un caudal de belleza y un futuro de esperanza.
Estas fotografías intentan dar una mirada a esa cotidianeidad latinoamericana. Convocan a asomarse a los rostros de quienes viven esta realidad trágicamente bella. Invita a rescatar los cuerpos expuestos a un territorio fantástico y oprimido, una patria sufrida y asombrosa, maravillosa y castigada. Estas imágenes proponen exhibir el fatídico privilegio que fortalece nuestra identidad, nos hermana en la entereza y nos une en la derrota y la esperanza.




Las calles de La Paz no tienen tiempo. Perderse en ellas es como hurgar entre vagos recuerdos. Las sombras se asemejan a memorias sin dueño. Los aromas cobran vida y se entrelazan. Los faroles emanan tenues luces amarillentas que iluminan difusamente los cuerpos de los caminantes. Como si La Paz revelara nuestra fragilidad, nos azota con un torrente de imágenes que parecen desbordar nuestra capacidad de percepción.




Somos familia de todo lo que brota, crece, madura, se cansa, muere y renace.
Cada niño tiene muchos padres, tíos, hermanos, abuelos. Abuelos son los muertos y los cerros. Hijos de la tierra y del Sol, regados por lluvias hembras y lluvias machos, somos todos parientes de las semillas, de los maíces, de los ríos y de los zorros que aúllan anunciando cómo viene el año. Las piedras son parientes de las culebras y de las lagartijas. El maíz y el frijol, hermanos entre sí, crecen juntos sin pegarse. Las papas son hijas y madres de quien las planta, porque quien crea es creado.
Todo es sagrado, y nosotros también. A veces nosotros somos dioses y los dioses son, a veces, personitas nomás.
Así dicen, así saben, los indígenas de Los Andes.

Eduardo Galeano




Los pueblos, los hombres
se enfrían
por la ausencia de espíritu.
Pero estamos nosotros,
con pedernal y yesca,
con cantares y poemas,
con un alto desvelo
y sueños de todo tipo
para entibiar las horas
de los que no quieren
congelarse todavía.

Atahualpa Yupanqui



Fuimos libro, canción, río de color y orilla de oscuridad, palabras como voces, músicas como praderas, truenos de púrpura, cascadas de azul, flautas intensamente rojas, mañanas que buscaban a su autor, y, en la anciana infancia que se obstina por dentro, en el espejo para ciegos que adivinamos con las yemas, en el último gran retrato de familia descubrimos que nadie estuvo nunca solo, que hasta el suicida vivió en quienes vieron su salto al abismo.

Thordnike



Quizás nuestro destino no dependa tanto de los vínculos económicos, las negociaciones políticas y los acuerdos financieros. Tal vez llegue a tener algún peso la mirada que arrojamos sobre nosotros mismos, el pequeño pero hondamente significativo giro de dejar de sentirnos en la periferia y en un tiempo rezagado con respecto a otros países y otros continentes, y empezar a sentirnos, como nuestros antepasados, en el misterioso y apasionante centro del mundo, en el urgente y decisivo corazón de la historia.

William Ospina



En cada ciudad y en cada pueblo, el mercado abre sus puertas puntualmente para ofrecer los productos de la zona. Allí se resumen todos los sabores de la localidad, y es un punto de diálogo y encuentro para los habitantes del lugar. A la hora del almuerzo, se saturan los pasillos y los puestos sirven abundantes platos regionales a precios populares. Las cocineras se disputan los clientes y algunas riñas terminan a los gritos. La gente come en largos mesones, codo a codo, el menú preparado en ollas imponentes. Por la tarde, el mercado es más tranquilo: la música resuena en los pasadizos desnudos; los puesteros acomodan coloridos escaparates frutales, dialogan entre ellos y esperan clientes barriendo los corredores.
Cada vendedor es un mundo. Cada uno cuenta a su manera la historia del lugar, creando un mundo mítico y fantástico que alberga seres de carne y hueso, mezclando la fábula y la realidad, los personajes ficticios y los seres verdaderos. Llegado un punto, las fronteras de lo mágico y lo real parecen disiparse. Es difícil darse cuenta si la historia la estamos soñando, viviendo o escuchando, si somos realidad o ficción, si somos las dos cosas o si estamos dentro o estamos fuera de esa historia.




Los tremendos cielos invernales desatan broncas tormentas que desploman y muerden las pendientes de la cordillera y van a dar, ahondando aún más los pliegues de la tierra, a nuestro Marañón. El río es un ocre de mundos…
Aquí es bello existir. Hasta la muerte alienta la vida. En el panteón, que se recuesta tras una loma, las cruces no quieren ni extender los brazos en medio de una voluptuosa laxitud. Están sombreadas de naranjos que producen los frutos más dulces. Esto es la muerte… Pero la vida siempre triunfa. El hombre es igual al río, profundo y con sus reveses…
Junto al río la vida es como él: siempre igual, siempre distinta. Y entre un ritmo de creciente y vaciante, los balseros estamos tercamente sobre las aguas, apuntalando las regiones que separan, anudando vida.
Los años son un remolino que se ahonda en la tierra sorbiendo a los cristianos. Pero aquí estamos nosotros y cuando llegue nuestra hora postrera –en agua o tierra, da lo mismo- ahí están el Adán y todos los cholitos que ya empuñan pala, a fin de continuar la tarea; y todas las chinas del valle tienen siempre tamaños vientres por nuestra causa.
Han muerto muchos; durante la fiesta, entre copa y copa y danza y danza se reza por ellos. Después, se acabó. Nadie va a estar recordando y llorando todo el tiempo a un muerto. En la lucha con el río, la vida es el peligro y la muerte nos duele en la medida justa. Hemos nacido aquí y sentimos en nuestras venas el violento y magnífico impulso de la tierra. El río ruge contra nuestro afirmativo destino.

Ciro Alegría, La serpiente de oro



En Rurrenabaque, el recurso natural más abundante es la madera. Varios aserraderos se levantan cerca del pueblo, uno junto a otro a lo largo de la ruta. El gigantesco tamaño de los árboles derribados atrajeron tanto mi atención que solicité permiso a los madereros para internarme en la selva con ellos para poder contemplar el derribo de uno de esos árboles inmensos. Una extraña curiosidad me empujaba a observar ese acto de barbarie.
Al otro día nos trepamos a un destartalado camión y nos internamos en la selva al punto de no existir caminos, donde se improvisaba la huella y la vegetación era tan frondosa que sólo permitía una visión estrecha. La víctima era una jachachira descomunal, centenaria e imponente. Cuando la motosierra comenzó a destrozar sus raíces, yo imaginaba que ese árbol estaba allí desde antes de Hiroshima, desde antes del nacimiento de Bolivia, e incluso antes de que la gran rebelión de Túpac Amaru pusiera en jaque al virreinato de los Borbones. Me preguntaba cuántas guerras y masacres habrían pasado mientras esta criatura vegetal ayudaba a respirar a los hombres, hombres que acabarían finalmente por destruirlo.


Los aymaras creen que si tiras un árbol, derribas a una estrella. La caída fue estrepitosa, un gran torrente vegetal se desplomó ante nosotros haciendo temblar la tierra, crujiendo el cuerpo en su caída.
Aquel atardecer de octubre nos marchamos en silencio, como liderando una caravana funeraria que se fundiría a una noche cada vez más cerrada.




El río Amazonas es la arteria principal del Mato Grosso. Desde que la selva se devoró a la ruta transamazónica, es el único camino que permite recorrer la zona sin naufragar en la exuberante vegetación que todo lo abarca. Los inmensos barcos unen los pueblos orilleros, aprovisionando víveres, avecinando a los paisanos. Viajan atiborrados de gente, que duerme superpuesta en un laberinto de hamacas. Arriba de las naves se arman los bailes, se hacen amistades y se concretan amores bajo la inmensa luna roja que el río regala a veces.
Asombra la distancia entre sus verdes costas, frondosas y enigmáticas, salvajes e inexplicables. Cuando el curso se estrecha y las costas se acercan, los indígenas enganchan sus pequeñas barcas a las grandes naves y trepan a ellas para vender palmitos, bananas y camarones. Las costas traen el canto de las aves coloridas, los botos danzan en las aguas acompañando la marcha de las embarcaciones, y la selva deja oír su llanto porque las madereras arrasan provocando una profunda herida.




En Isla del Sol parece alojarse el silencio desterrado de las urbes. Sus habitantes responden al tiempo real, no al de los relojes y almanaques, sino a los ciclos naturales de la siembra y la cosecha, el solsticio y el equinoccio, el día y la noche.
La isla dibuja relieves caprichosos, ofrece valles de verdes profundos, bahías por las que viajan lentas barcas y penínsulas tentaculares que brindan la más oscura tierra a los cultivos. El lago Titicaca absorbe el color de los atardeceres, como si quisiera retenerlos, y la brisa anuncia una nueva Luna. Si la noches traen lluvia, el agua podrá cantar en los techos de calamina.




Los riesgosos caminos y las dificultades del transporte suelen provocar largas demoras. Durante los viajes puede suceder cualquier cosa, desde inundaciones que anulan las carreteras a derrumbes que cortan las rutas durante días, pero la gente de los Andes tiene una gran tenacidad para enfrentar los contratiempos. Las personas se conocen en los percances del camino.




El salar de Uyuni parece un océano con más sal que agua. Es un desierto encumbrado en la Puna, enclavado entre las dos cordilleras bolivianas. Las temperaturas oscilan violentamente con el día y la noche, pero hay algo que nunca cambia: la desolación del paisaje. Los habitantes de los pueblos aledaños viven del recurso salinero. Lo extraen y lo transportan para su refinamiento. Ellos se mimetizan con el salar, lo han caminado miles de veces, le conocen los secretos, le respetan sus misterios. Él da trabajo, pero también da muerte. Los habitantes de los pueblos de la sal miran a los ojos, mascan la coca que les da la fuerza para contemplar con silencio ardiente. Son seres enérgicos y pacientes. Parecen imperturbables. Tienen el temperamento del salar que los habita.



La sierra es la patria de los indígenas andinos. Allí existe una tradición que los resguarda y en la que se cobijan, en la que se hunden y alimentan. Designan a sus líderes por los valores que han demostrado, y deciden en asamblea. No es una cultura de análisis sino contemplativa, no explican su entorno sino que lo viven, integrándose a él. Los trabajos son colectivos; y la vagancia es considerada grave delito, una falta de respeto a la naturaleza, porque ella exige atención y cuidado. “Minga” es un tipo de labor en el que entra en juego la reciprocidad que se practica en las comunidades, representa una clase de ayuda personal y comunal que ejerce cada individuo y por medio de la cual se identifica como integrante del grupo al que pertenece.
Para ellos, las ciudades son territorios extraños, poblados por gente que ha perdido sus raíces, que ignora y hasta desprecia su origen. Quienes migran a la ciudad, lo hacen en busca de un brillo prometido. En las urbes se ensalza la juventud, se desdeña la vejez y se camufla la muerte. Allí domina el egoísmo y la competencia. Los indígenas de la sierra son los dueños del silencio: desconfían del bullicio, dan vuelta la espalda y se hunden en sus voces milenarias.



La conquista implicó una dominación de la naturaleza para convertirla en negocio y un sometimiento de las personas para transformarlas en cosas. A más de quinientos años de la llegada de los españoles, la comunión de los indígenas con la tierra constituye la certeza esencial de toda la región andina, y consideran que nos mata cualquier crimen que contra la tierra se cometa.




Los habitantes de Santo Domingo, el barrio histórico de Quito, son observados día y noche por la inmensa y alada virgen encadenada que corona el cerro Panecillo. Dicen que la iglesia no alcanzaba, y que al cura no le daban francos del trabajo que tenía. Santo Domingo tiene fama de barrio aventurero y peligroso. Dicen que está acribillado de rateros malvivientes, de vagos buscabroncas, de jugadores borrachos y fiesteros malhechores. Los feriantes atiborran los enredados callejones vendiendo piratería, seco de chivo, caldo de cabeza o balanzas que ofrecen peso exacto. En la plaza principal, casi a la entrada de la iglesia, varias mujeres subidas de peso pero valientes, ofrecen su cuerpo a cambio de billetes, para el que acaba de confesarse, para quien quiera hacerlo después de divertirse o simplemente para robarle clientes a Dios.
Para tanto desorden, hacía falta un cuidadoso guardián, alguien incansable y capaz de rezar sin pausa por la salvación de estos seres descarriados. Todo el mundo comprende su rostro de mártir y el significado de sus alas erguidas, pero cuando uno se pregunta el porqué de las cadenas, los pobladores responden que es una medida del patrón: para que vigile resistiendo la tentación de bajar a mezclarse con la gente.




San Antonio es el más milagroso, campechano, democrático y paciente de los santos. Él es experto en descubrir pérdidas y robos, buscar empleos, concertar matrimonios, curar enfermos, curar pobrezas, curar infidelidades. Además se contenta con poco: una velita y unas cuantas oraciones. Y todavía, si no concede lo pedido, el defraudado puede tomar contra él medidas compulsivas para obligarlo a hacer caso. Hay quienes lo azotan. Los más lo ponen patas arriba. Otros le hacen oler orines: recibe el debido castigo hasta que el milagro se realiza. De lo contrario puede inclusive ser decapitado. Así pasó con el que llevaba en su alforja un viejo arriero, cuando perdió la piara de mulas que conducía, en las inmensas punas de Cullacuyán. Estuvo tres días buscándolas, al cuarto, desesperado, sacó a San Antonio de la alforja, lo puso en el suelo y de un machetazo le cortó la cabeza.

Ciro Alegría, Los perros hambrientos



En distintos lugares de América, la noche del 31 de diciembre es testigo de un rito infaltable: los pobladores sacan a las calle los“años viejos” y los prenden fuego con el festejo de todos. Son muñecos que encarnan los malos acontecimientos y los personajes perversos del ciclo que se va, y acompañan los buenos augurios para el comienzo del nuevo período. Algunas figuras son confeccionadas tras una minuciosa tarea grupal que comienza en un tiempo muy anterior a la despedida del año. La mala suerte puede tomar forma del presidente de los Estados Unidos, de un jugador de fútbol, de un político local, de un animal o de un pésimo actor de películas.





En el universo andino y el orden ideológico que los sostiene, la posición de la mujer no se ubica en plano inferior sino complementario al del hombre, necesario para la continuidad y la perennidad comunitaria; mientras el hombre participa del día, del sol y abre el camino de la vida, la mujer pertenece a la noche, a la luna, y como la tierra, ofrece abrigo a las semillas. Las conchas, en Los Andes, son símbolos de fertilidad: marinas o terrestres, atraen la lluvia.




En América Latina, los niños representan una corriente triste y poderosa. Con desgarradora belleza, encarnan la ilusión y los sueños en un mundo cargado de monstruos.




En Colombia, cada año se organiza al menos un marcha en reivindicación por la paz: la deuda más grande que Colombia tiene con su pueblo. El conflicto desplaza a los campesinos, desmembra familias y se lleva la vida de muchos jóvenes. Para esta gran marcha, mujeres de todas las provincias abarrotan los caminos y se movilizan a la capital para defender sus derechos y repudiar a un enfrentamiento que lleva más de medio siglo desangrando al país. Al final del acto, liberan una gran cantidad de globos, invocan la paz que Colombia tanto necesita y gritan al unísono la frase más proclamada en las banderas: “No pariremos un hijo más para la guerra”.




Recorrer este continente es una forma de vivir. Cada experiencia, cada persona, cada comunidad, cada pueblo, cada aprendizaje, como una síntesis de la existencia, representan una pequeña vida, una pequeña muerte, un constante proceso de cambio y mudanza. Y en ese partir continuo, en esa permanente despedida, vamos descifrando el enigma de lo que somos en el siempre cambiante transcurso del universo. La convivencia con la gente de los pueblos, sus enmarañadas urbes, sus rutas tentadoras, sus caminos polvorientos, sus paisajes atrapantes, la insólita fuerza de su cultura, el atardecer contemplado desde mil rincones acaban por contagiarnos un entrañable secreto que nos habita y embaraza. Los mapas ya no son figuras planas que describen los relieves: traen músicas y cantos, bailes y ceremonias, comidas y aromas, voces y abrazos, amigos y paisajes…
¿Cómo no llevar este viaje encima, este continente adentro?