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En Isla del Sol parece alojarse el silencio desterrado de las urbes. Sus habitantes responden al tiempo real, no al de los relojes y almanaques, sino a los ciclos naturales de la siembra y la cosecha, el solsticio y el equinoccio, el día y la noche.La isla dibuja relieves caprichosos, ofrece valles de verdes profundos, bahías por las que viajan lentas barcas y penínsulas tentaculares que brindan la más oscura tierra a los cultivos. El lago Titicaca absorbe el color de los atardeceres, como si quisiera retenerlos, y la brisa anuncia una nueva Luna. Si la noches traen lluvia, el agua podrá cantar en los techos de calamina.