El hombre se acerca lentamente al gigantesco horno de fundición. Lleva en sus manos una larga lanza de hierro y, a través de una pequeña abertura, la hunde cautelosamente en el núcleo incandescente. Allí dentro hay 1200 grados. Sometido a este calor, casi ningún material conservaría su forma original. Con gran precisión, el obrero maniobra su garrocha y en pocos segundos logra extraer con la punta de su herramienta el embrión ardiente de una estrella, una asombrosa esfera candente que comienza a desentrañar el misterio ante nosotros. Es el vidrio en su estado más primitivo, cuando aún es un líquido informe, al rojo vivo.
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