Rurrenabaque, Bolivia

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Abandonar la capital de Bolivia no es menos fascinante que arribar a ella. Contemplarla por última vez en su regazo cordillerano es una ofrenda a la memoria. Si es de noche, un ondulante mar de luces bailará sobre la ceja de montaña, como invitando a navegarla nuevamente. Si es de día, una constelación de tejas dibujará el fondo del valle. Y a medida que subimos hacia El Alto y la ciudad borra sus contornos en la bruma de los Andes, nos acomodamos nostálgicamente en la butaca, fijando los ojos en remotas calles que ya no serán nuestras. De allí en adelante, sin La Paz seremos frágiles: nos dolerá el tiempo.



Para alcanzar el río Beni, en plena selva boliviana, debemos marchar al norte por un día entero. Los sinuosos y fríos caminos de las yungas se abrirán a nuestras huellas, mordiendo el precipicio, ofreciendo quizás una nevada que corone el cordón del Illimani. Una vez en las alturas, confiaremos nuestra vida a la destreza de los choferes: de su lucidez dependerá la posibilidad de salvar las abisales calzadas y alcanzar la selva exuberante. El conductor se encargará a los dioses, y una bola de coca retrasará con su savia el sueño al que invita el horizonte.
Al zambullirse en el frondoso universo de la selva, uno siente regresar al enérgico y vibrante murmullo que abrigó a los primeros hombres. Cientos de verdes entrelazados e indescifrables mensajes animales parecen querer revelarnos el secreto de la especie.

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El camino por el que avanzamos es un relámpago de tierra grana que se parte sobre un océano de vegetación frondosa. La noche nos devora y el rumor del motor quiebra el silencio del paisaje. Los verdes se oscurecen en una maraña inexplicable. Nos acompaña una inmensa luna que viaja por insondables laberintos de ramajes. El sueño llega y nos acuna la fresca noche de verano. El ómnibus avanza como un insecto por el profuso pelaje de la selva.
Con la primera luz del sol respiramos el limpio y penetrante oxígeno de Rurrenabaque, un pueblo que ronda los 12.000 habitantes y se levanta donde las últimas estribaciones montañosas se funden con la abundante vegetación tropical de la Amazonia boliviana.

Amazonas
La cuenca amazónica nunca fue un territorio agradable para los centros de poder. A lo sumo, fue un remoto reservorio de riquezas que se podía explotar sin límites. Ningún Estado precolombino pudo someter a los porfiados habitantes de la selva, obstinados peregrinos acostumbrados a la vida libre, desconocedores de burocracias y sociedades piramidales, indóciles a la sumisión y al pago de tributos. Llegados los europeos al continente, las coronas españolas y portuguesas —una vez que descartaron las posibilidades de encontrar minerales preciosos— la desdeñaron y no mostraron interés por el progreso de la región. Durante el período republicano, ya políticamente desvinculadas de Europa las naciones americanas, la conquista fue continuada por las fuerzas del Estado, que abrieron camino al capital mercantil y empujaron a las comunidades indígenas hacia rincones cada vez más inhóspitos, cuando no las masacraron o esclavizaron. La economía regional se desarrolló mediante ciclos o fiebres, de acuerdo a la inversión de algunos empresarios y al interés del mercado en los distintos recursos naturales locales.
Durante el siglo XIX, dos químicos franceses descubrieron que la quina era el medicamento perfecto para combatir las fiebres palúdicas. Los laboratorios del Primer Mundo comenzaron a demandar el producto y la Amazonía se vio inundada de enormes contingentes de trabajadores ocasionales que fueron transformando el escenario regional. Del mismo modo, a principios de siglo XX el auge del caucho provocó grandes cambios: disparó la colonización, atrajo riqueza y motorizó importantes transformaciones sociales y culturales, principalmente en la zona brasilera. Rurrenabaque, en su condición de puerta de entrada al Amazonas desde Bolivia, fue invadido por numerosos comerciantes que transitaban el río Beni, algunos en dirección hacia los poblados del interior de la selva, donde distribuían distintos artículos entre los trabajadores de la goma; otros viajaban hacia La Paz, para abastecer sus alforjas de nuevos productos.
Finalmente, los ingleses consiguieron extraer semillas de caucho ilegalmente y comenzaron a producir látex en regiones con menor costo productivo, como Malasia, Ceilán y el África sub-sahariana. La prosperidad del caucho se mudó de continente y las viejas fastuosidades del Amazonas quedaron como bastiones de nuestro anacronismo.

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Rurrenabaque hoy
En la actualidad, Rurrenabaque se ha convertido en un polo turístico nacional, con una actividad comercial que gira en torno a los numerosos visitantes que cada año llegan desde las más diversas latitudes. Su condición de puerta de acceso al cercano Parque Nacional Madidi, uno de los más ricos del mundo en biodiversidad, llenan las arcas de numerosas agencias que ofrecen “excursiones llenas de aventuras” a quien pueda pagar 40 dólares diarios. Otras alternativas turísticas son la laguna Chalalán y la Reserva de la Biosfera y territorio indígena Pilón Lajas, que envían miles de viajeros a las camas de los hoteles y a las mesas de los restaurantes que se distribuyen en el pueblo y representan fuentes de trabajo para los habitantes locales.



La franja demográfica que el turismo o el comercio no absorbe, se las rebusca como puede y tiende a sobrevivir desarrollando actividades marginales. Algunos continúan ligados a tareas tradicionales como la agricultura y la ganadería en pequeña escala. Otros son buscavidas: hacen changas, son guías sin autorización o desarrollan empleos informales en circunstancias muy precarias. Los madereros que se internan en la selva para derribar árboles y venderlos a los aserraderos son un ejemplo de ello. Nosotros fuimos a buscarlos para testimoniar cómo trabajan. Es parte del conocimiento de todo viajero: quien quiera conocer profundamente un lugar, deberá alejarse del centro. Basta caminar unas cuadras para que las calles no estén asfaltadas.

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En los barrios periféricos las casas de madera se distribuyen desordenadamente y los senderos se asemejan a serpientes que buscan esconderse en la maleza. Otros caminos conducen a la costa, donde descansan las chalupas a la vera de las aguas. Las riberas del Beni ofrecen un claro que permiten imaginar las entrañas de la selva. En sus aguas brillan atardeceres que no volverán a repetirse y que serán llevados como ofrenda al corazón del Amazonas. Si alguna mañana somos elegidos, podremos contemplar la niebla de la aurora navegando la corriente.

Deforestando



En Rurrenabaque el recurso natural más abundante es la madera del monte. Varios aserraderos se levantan en las afueras del pueblo, uno junto a otro a lo largo de la ruta. El gigantesco tamaño de los árboles derribados esperando ser trozados por las sierras despertó nuestro asombro. Preguntamos a los madereros si podíamos internarnos con ellos en el corazón de la selva, para poder contemplar cómo derribaban esos árboles inmensos.

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Al otro día nos trepamos a un destartalado camión y nos internamos en la selva al punto de no existir caminos, donde se improvisaba la huella y la vegetación era tan frondosa que sólo permitía una visión estrecha. La víctima era una jachachira descomunal, centenaria e imponente, reconocida también con el nombre de ceiba pentandra, uno de los más grandes árboles de la América tropical, cuya altura puede alcanzar hasta 70 metros.
El equipo de trabajo está integrado por cinco personas: el capataz, en ocasiones dueño del camión y muchas veces cuentapropista, es el que contrata a los demás y quien recibe más dinero al entregar el árbol al aserradero; luego está el que maneja la motosierra, cuyo salario de seis dólares por el día de trabajo es el más elevado por realizar la tarea más especializada; y le siguen otros tres colaboradores, que desmalezan, preparan las máquinas y cargan el tronco en la parte trasera del camión con rampas especiales. Estos últimos reciben entre tres y cuatro dólares por la jornada.

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Con un salario bonsái y en condiciones medievales, estos trabajadores están en la última franja de la marginalidad laboral. Si el árbol no llega a la maderera, no hay dinero. Si se accidentan, no hay cobertura. Si el árbol o un tronco los aplasta, no hay ambulancia que llegue. Si se cortan un dedo, lo pierden.



Si el árbol está difícil, la jornada se alarga como puteada de tartamudo. Por unos pocos billetes, estos piratas por necesidad se adentran en las selvas sin más brújula que el instinto. El sistema, que hace rato se ha llevado el respeto por la gente, también se lleva el respeto por el monte. Los madereros hoy arrebatan sus vegetales riquezas, le extirpan sus verdes entrañas, y dejan tras su paso inmensos espacios vacíos. El follaje de un solo árbol puede ocupar hasta 1600 metros cuadrados de superficie.

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Más penas que árboles


En Bolivia, durante el último lustro se han deforestado 280.000 hectáreas por año. Lo muestran las fotografías satelitales. Lo reconoce el museo de Historia Natural Noel Kempff. Casi catorce veces el tamaño de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. De esta cifra, sólo es legal el 10 %. El otro 90 % carece de programación y desconoce los controles. La cantidad tiende a incrementarse. Entre 1971 y 1987, el promedio anual de deforestación alcanzó en Bolivia 140.000 hectáreas. Y según datos de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, por sus siglas en inglés), la deforestación de la década de 1990 fue llevada a un promedio de 168.000 hectáreas por año, con un serio incremento en los últimos cinco años.
Es cierto que el Beni, donde se encuentra Rurrenabaque, no es el primer departamento de Bolivia en deforestación: Santa Cruz asume la triste vanguardia, con un drástico 76 % del total del país, seguido por Pando, con un 10 %. Beni, con el 8 %, recién ocupa el tercer lugar, delante de Cochabamba (2,5 %), Tarija (1,5 %) y La Paz (1 %), estos últimos tres en creciente aumento.
Y es cierto que Rurrenabaque tampoco lleva la vanguardia deforestadora en el propio Beni, donde la actividad maderera se concentra en las localidades de Riberalta y Guayaramerín, pero estas imágenes nos muestran una trágica escena que se ha vuelto cotidiana en el Amazonas.
Los indígenas pacahuaras creen que los árboles escuchan las penas humanas, y se lamentan porque en poco tiempo no quedará ninguno para que atienda los hielos del alma.

Hacia un cielo sin estrellas

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Cuando la motosierra comenzó a destrozar sus raíces, yo imaginaba que ese árbol estaba allí desde antes de Hiroshima, desde antes del nacimiento de Bolivia, e incluso antes de que la gran rebelión de Túpac Amaru pusiera en jaque al virreinato de los Borbones. Me preguntaba cuántas guerras y masacres habrían pasado mientras esta criatura vegetal ayudaba a respirar a los hombres, hombres que acabarían finalmente por destruirlo.

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Los aymaras creen que si tiras un árbol, derribas a una estrella. ¿Qué sentirá un hombre al derribar un árbol? ¿Escuchará el llanto de la selva? ¿Qué sentirán las jachachiras centenarias al escuchar el avance de los hombres? Los madereros conquistan cada año el interior del territorio virgen. Las motosierras muerden las raíces. Los torrentes vegetales se desploman y la tierra tiembla. ¿Quién cuidará las fuentes de agua? ¿Quién dará refugio a las aves o protegerá el suelo?
La caída es estrepitosa. La jachachira se desploma, crujiendo el cuerpo en su caída. Las aves se alborotan, en chillidos desgarradores huyen desorientadas. Tras el derrumbe queda ese silencio impronunciable que se instala detrás de las calamidades.










Nota completa en Revista Sudestada de marzo de 2007