La Conquista del Desierto

A principios de la década de 1880 finalizó en Argentina la campaña denominada Conquista del Desierto, el suceso militar que la historia oficial reconoce como la integración definitiva de la Patagonia al territorio civilizado de la nación.
Qué raro suena “conquistar un desierto”. El diccionario define esa palabra como un sitio, lugar o paraje despoblado de gente, y de acuerdo a esta descripción, a un desierto bastaría ocuparlo con colonos, no con tropas fuertemente armadas, como estaban las fuerzas militares comandadas por el general Julio A. Roca.
¿Para qué enviar tropas a embestir el vacío, a luchar contra las piedras, a arremeter contra la nada?
El Estado argentino no es inocente de esta contradicción. La palabra desierto se articula en este caso a un discurso negador que invisibliza la existencia de numerosas comunidades indígenas que habían poblado la Patagonia muchos siglos antes de que el blanco conociera la existencia de estas tierras. La palabra desierto intenta ocultar uno de los capítulos más nefastos de nuestra historia: el genocidio cometido contra los pueblos autóctonos de nuestra misma región.

Desde la entrada del hombre blanco al territorio americano, la Patagonia había resultado un suelo hostil para los colonos y conquistadores. Las comunidades indígenas del sur lograron tejer una sólida barrera humana, y se mostraron fuertes y aguerridas en su resistencia contra el blanco. Allí aguantaron hasta fines del siglo XIX.
Hacia mediados de la década de 1870, la dinámica de la economía agroexportadora argentina, hasta entonces en expansión, había alcanzado un límite. Necesitaba entonces ganar nuevos espacios para acrecentar las regiones productivas. Los terratenientes y comerciantes, estrechamente vinculados con el capital inglés, deseaban extender el modelo liberal hacia rincones australes, pero aquellas tierras se encontraban pobladas por comunidades imposibles de ser subordinadas.
Eran muchos los billetes que estaban en juego. Las elites querían sacar a la gente para introducir vacas, desplazar comunidades para cosechar los campos. Enviaban la carne a Europa y de allí venían los productos manufacturados que enriquecían a los comerciantes de Buenos Aires. Había que desplazar a esos indios revoltosos maleducados que tenían la desfachatez de proteger su tierra y su cultura. Había que ganar esos espacios a cualquier precio. Y es sabido que el capital no espera.

Fue entonces que el Estado cristalizó una solución final al problema del indio, es decir una solución definitiva al problema de la dignidad del indio, tan molesta para los usurpadores. En su feroz acatamiento a las reglas que el dinero impone, el Gobierno teatralizó una escalofriante obra en la que se representó a sí mismo como un personaje civilizador, mientras adjudicó a las comunidades el papel de salvajes que impedían el progreso. El blanco, que había llegado de otro continente e intentaba romper las milenarias costumbres indígenas, acusaba al indígena de inadaptado. El indígena, que no conocía la propiedad privada e integraba sociedades más horizontales e igualitarias, atentaba contra el orden y el progreso. Así era el precepto occidental: una gran mayoría debía estar en orden para que unos pocos experimentaran el progreso.

El Estado venía corriendo la frontera desde hacía décadas. Las tropas eran reclutadas por la fuerza entre la población rural más pobre y eran enviadas a la frontera con el propósito de arrebatar tierras al indio y expandir el territorio, atribuyendo a estas acciones un carácter heroico y nacionalista. El gobierno liberal de Rivadavia ya había enviado, en 1826, fuerzas militares para eliminar a las sociedades ranqueles que habitaban las extensas llanuras pampeanas. Desde ese entonces, la frontera fue expandiéndose continuamente, hasta que en la década de 1870, durante el gobierno de Nicolás Avellaneda, se preparó la matanza final de todas las comunidades.

Después de la campaña liderada por Roca, la población originaria sobreviviente quedó aislada y replegada en las tierras más improductivas. Por defender su propia tierra, muchos indígenas fueron encarcelados para luego ser trasladados a alejadas regiones, al estilo norteamericano. Otros fueron fusilados. Numerosas familias se repartieron en diferentes destinos hasta que el espacio pampeano-patagónico pudo ser ocupado totalmente por los invasores. Las mujeres, ancianos y niños fueron distribuidos en casas de familias porteñas. Muchos hombres se repartieron en diferentes unidades del ejército y la marina. Otros culminaron en establecimientos rurales bonaerenses. Algunos contingentes fueron reubicados en Tucumán y Entre Ríos para servir como mano de obra en tareas agropecuarias.

Un pequeño grupo de estancieros (que había financiado la campaña) se quedó con los mejores territorios. El resto fue vendido a bajo costo o cedido al capital inglés.
Los inmigrantes que arribaron posteriormente al país vieron restringido el acceso a la tierra. Las numerosas comunidades indígenas ni siquera fueron extrminadas para permitir el desarrollo de otros pobladores. Fueron destruidas solamente para agilizar los mercados.
Hoy, casi 130 años después, la Patagonia sigue siendo un territorio inhóspito en manos de unos pocos, un territorio donde predomina la soledad, donde no es precisamente el viento quien se lleva las preguntas.