Intramuros

Hace unos años conseguí trabajo en uno de esos viejos boliches de barrio donde van a hacer tiempo los trasnochados, esos lugares perdidos del conurbano que salvan la noche a los desvelados y rescatan las horas muertas de las madrugadas interminables. El bar quedaba en la esquina de una avenida que había perdido la vida en las vías del progreso. La inauguración de la Autopista del Oeste, que cubre el trayecto Luján-Capital Federal, la había jubilado y expulsado de la ciudad. El antiguo Acceso Oeste era ahora una avenida exiliada.
En tiempos no muy lejanos, había sido un lugar concurrido, atiborrado de negocios cuyas luces se apagaban con el alba, donde la gente se congregaba a mirar y mostrarse, a tratar de recuperar el día después de haberlo desperdiciado trabajando.

Cuando empecé a ir, el barrio ya vivía de recuerdos. A la madrugada no circulaba nadie. Y aquella vieja avenida acribillada de autos y peatones se había convertido en un fantasmagórico callejón de persianas bajas y vidrieras rotas, con esquinas oscuras y calles poceadas, donde los semáforos apagados se levantaban como fósiles petrificados de especies extinguidas.

El bar estaba abierto las 24 horas y yo cubría el turno de la noche. Los vecinos comentaban que el boliche era una fachada de negocios turbios, pero yo no hacía más que servir las mesas, limpiar un poco y conversar con los clientes. Allí aprendí que la vida podía ser interesante si uno aprendía a escuchar historias. En aquel bar se congregaba la fauna más asombrosa. Los personajes vernáculos de todos los rincones desfilaban cada noche por las mesas a traer historias nuevas. Y así comprobé que los barrios tienen mitologías tan exuberantes como las civilizaciones perdidas, que los seres de leyenda no tienen por qué ser irreales.
Allí conocí a Daniel, un personaje fantástico que vivía pateando las calles vendiendo sorbetes a los kioscos.

Como no tengo auto tengo que vender algo liviano —decía.

Aparecía a cualquier hora y tenía gran capacidad para entablar charla con cualquiera. Tenía una cultura impresionante, un manejo muy hábil del humor y unos recursos metafóricos envidiables. La gente comentaba a sus espaldas que estaba loco. A veces decía incoherencias, es cierto, pero no muy distintas a las que suele decir la gente cuando abre la boca. El agravante era que Daniel andaba a menudo despeinado, con la mirada extraviada y le faltaban dientes, y cuando largaba la carcajada no disimulaba sino que dejaba ver los puestos vacantes que le quedaban en la boca. Su cabellera pelirroja y su piel excesivamente blanca le sumaban atributos exóticos a su ya extraña fisonomía.La policía lo había ido a buscar varias veces a la casa. Cada vez que iban, lo sacaban atado a una silla de ruedas y se lo llevaban en ambulancia, en ocasiones al Borda, y otras veces al Open Door: los hospitales neuropsiquiátricos más afamados de Buenos Aires, que se levantan como bastiones institucionales del sistema para justificar la cordura de quienes quedan afuera.
Una noche nos quedamos hablando con él y otro tipo. Eran como las cuatro de la mañana de un invierno crudo. Teníamos todas las puertas cerradas y las estufas prendidas. En un momento, el otro se fue al baño y me quedé solo con Daniel. Él me miró fijo, con ojos profundos, penetrantes. Estábamos sentados en una mesa junto al vidrio que daba a la calle. Afuera no había un alma, como de costumbre. Y el silencio era frío como el propio invierno.

¿Lo viste bien? — me preguntó muy serio.
Pero no supe a qué se refería. El tipo no me había parecido demasiado extraño. Habíamos estado hablando de temas comunes.
—¿Qué tiene? — traté de averiguar.
Es un clon — me respondió pensativo, con una mirada que me atravesaba.
—¿Un clon? ¿Y cómo te diste cuenta?
Por la mirada. Fijate bien. No le brillan los ojos.

Así fue como empecé a interesarme por lo que Daniel intentaba decirme, por el mensaje que tenía para mí una persona que percibía cosas que yo no era capaz de ver, que había frecuentado lugares que yo no conocía y que tenía una percepción mucho más aguda de todo lo que nos rodeaba. Después de todo, ¿qué es la locura sino el nombre con que el sistema codifica a todo aquello que no entiende?

A partir de ese día, comencé a correr esa cortina tras la cual Daniel vivía. Y en una serie de charlas sucesivas, que bien podrían llamarse entrevistas, me fui asomando a aquella realidad que Daniel trataba de mostrarme. Cada vez que venía, intentaba retenerlo de cualquier modo y quedarme solo con él. Le regalaba café con leche, medialunas, tostados, cerveza, cigarrillos... lo que él quisiera, con tal de que me entregara una pieza más de aquel complejo rompecabezas.

—¿Qué querés que te cuente? Si me tengo que presentar de alguna manera, lo único que podría decir es que me he dedicado a resistir. No siempre me ha ido bien, claro. He ganado batallas, pero también perdí unas cuantas. Y al ser derrotado por esas fuerzas escalofriantes que nos acechan, he sido capturado y encerrado en varias ocasiones en el hospital Borda y el Open Door, donde encarcelan a las personas como nosotros que hemos aprendido a resistir. Quizás por eso la gente no me da bola y no cree nada de lo que digo. Por eso no puedo hablar abiertamente con los demás y debo decir las cosas entre líneas. De todos modos, para la sociedad la locura es una excusa que instrumenta para no escuchar ciertas verdades. Pero yo no hablo al pedo. Yo hablo porque conozco los recovecos del mundo, caminé sus devastadas dimensiones, sus comarcas en ruinas, sus confusos y tenebrosos laberintos.

Yo no sabía qué hacer con tanta información. Daniel me desbordaba. Decía que se había dedicado a resistir, y lo decía con tal convencimiento que a mí no me quedaba otra alternativa que intentar asomarme a su universo. Resistir, claro, de eso se trataba la vida a fin de cuentas. ¿Pero contra quién?, ¿cómo?, ¿de qué manera? ¿Cuánto más sabía Daniel? No lo hubiera dejado escapar por nada del mundo y de pronto me sentí adicto a su historia, a su testimonio, a su lúcida manera de percibir las cosas.




(Continuará)