No creo en dios desde que lo vi (I)

(Novela)

Fragmento de la primera parte


No sé por qué he tardado tanto tiempo en ponerme a escribir sobre este viaje. Ya hace dos años que estoy en el camino y he evitado toda vez que pude la posibilidad de reencontrarme con mis propias experiencias. El pasado es un terreno tan remoto y complejo que difícilmente puedo regresar a él con la misma barca que me ha traído. Raras veces soy capaz de revivir con fidelidad los sucesos del pasado, porque al momento de invocarlos ya no soy el mismo de aquel entonces, y mis recuerdos se dibujan nublados por la bruma de mis broncas y nostalgias presentes, teñidos también por nuevos entusiasmos y temores, y, por sobre todas las cosas, por mi necesidad de inventar un pasado capaz de sostener el momento que atravieso. Y al ponerme a escribir en este día, al tratar de retomar los hechos, sé que no los contaré tal cual han sido sino apenas como los recuerdo.
El hecho de escribir quizás consista en dejarse engañar por una memoria entorpecida de sueños y ficciones, de exageraciones y deseos. Pero en un mundo donde todo se disuelve en la precaria realidad de lo posible, escribir nos permite trascender la frontera de nuestras limitaciones, porque escribiendo podemos viajar a un pasado que aún nos resta vivir.
Me he negado repetidamente a asumir esta tarea que con tanto acoso me persigue. En esta evasión me he sumergido, una y otra vez, en actividades que no me requieren, pero finalmente he decidido entregarme y zambullirme, de una vez por todas, al oscuro e incierto destino de escribir.

Cansado de medrar entre rancias burocracias y fosilizadas instituciones, harto de hacer piruetas en las pistas de un circo grotesco, decidí cortar todos los lazos que me vinculaban a mi aplastante rutina urbana. Si es cierto que todo nace de su contrario, así fue que comenzó a mi viaje.
En la ciudad los días se repetían aceitosos, funestos como una prolija colección de sufrimientos, como una sucesión macabra de mi propia muerte. Mis huesos eran un insignificante impuesto al tiempo que yo entregaba a desgano cada vez que las horas venían por mi cuerpo.
Algunos admiraban mi trabajo de oficina y me consideraban una persona inteligente y responsable, pero yo apenas me sentía un microbio con buen sueldo, un insecto con promesas de ascenso, una larva sin propuestas ni creatividad, pero con obra social, jubilación y vacaciones pagas. Vivía mi precaria vida individual, de conformidad y obediencia, solamente para ganarme el pan. Compraba cosas, juntaba dinero, recibía los reportes mensuales de la obra social, los bancos me llamaban para ofrecerme tarjetas de crédito o para prestarme la plata que le habían robado a otros. En definitiva, era un inofensivo engranaje relojero, una pasiva criatura que repetía a diario la cobarde farsa que otros habían planeado para mí, un cordero esquilado pastando en prados inmundos, que pagaba mensualmente sus recibos, hacía la debida cola en las cajas de los supermercados y pagaba con los tickets canasta que atestiguaban que yo era un individuo felizmente insertado en la sociedad que me devoraba.
Cada mañana me subía a un tren de cargamento vivo y allí sufría la devastadora síntesis de frustraciones y derrotas de la especie urbana, ese último y curioso eslabón de la involución de nuestra raza.
Yo era uno de los millones de espectros que asistían con trágica puntualidad al matadero cotidiano. Era una de las tantas bestias que experimentaba en su propia carne las nuevas variantes del exterminio, un exterminio consistente en extirpar la magia del ser humano y borrarle toda huella de misterio, para vomitar a los hombres a una torpe y estúpida realidad.

El discurso que nos llega desde el poder intenta educarnos en una visión progresista que confía en la evolución del hombre. En la escuela y en la universidad nos han querido convencer que hemos ascendido de un estado primitivo y salvaje hacia una convivencia pacífica y civilizada, basada en la igualdad y el derecho, con la vida como valor supremo. Pero, bueno. Quien salga a la calle todos los días se dará cuenta de que esto no es más que una ilusa fábula para dormir a los niños. Las grandes matanzas y la eliminación sistemática de ciertos pueblos o grupos sociales, no han desaparecido sino que se han ido transformando en mecanismos más sutiles. La historia humana es la historia de la mutación del exterminio. Hace cientos o miles de años, no se debían dar tantas explicaciones para matar personas o pueblos enteros. Se los mataba y ya. Pero después, las cosas se fueron complicando: resulta que la gente se enojaba ante los abusos y atropellos. Como hormigas, se agrupaban, se organizaban para resisitr... y cuando le querían violar a la hija o robarle el fruto de su trabajo, demostraban su enojo, se armaban como podían y te salían al encuentro. La gente prefería morir peleando antes que entregarse neutral y pasivamente a los grandes ejércitos que venían a cobrar tributos o a conquistar su tierra. Entonces se ha ido desarrollando el discurso político que le daba un tinte más civilizado a la explotación y al genocidio. La creación de países, por ejemplo, en este sentido fue un buen recurso. "Encerramos a todos estos negros en un país. Que tengan Estado, aduanas, gendarmes, policías y demás instituciones, pero dirigidas por empleados nuestros que hablen de la patria y la independencia nacional. Así nadie nos puede echar la culpa de nada. Que se maten entre ellos. Entonces vamos, le sacamos el agua, las riquezas y todo lo que nos sirva, y cuando comiencen a desesperarse e intenten llegar hasta donde estamos, para buscar trabajo o vengarse de la masacre, entonces les cerramos las fronteras y que se mueran en sus cuevas. Si alguien nos acusa de algo, nosotros no fuimos".


Los primeros genocidios han sido más evocados que reales. Para amedrentar a la gente, durante mucho tiempo se narraron los desastres bíblicos, de carácter repentino y fulminante, tales como la gran inundación que borró al hombre de la faz de la Tierra, y el arrasamiento por el fuego de Sodoma y Gomorra. Pero con el correr de los años, aquellas historias míticas resultaron más inofensivas que el Coro de los Niños de Viena. El desarrollo de la razón humana y el consecuente avance de la tecnología permitieron crear exterminios más creíbles y espectaculares, como los producidos por las bombas nucleares arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, que lograron sembrar un terror más carnal cuando provocaron sobre la superficie terrestre la misma temperatura que sólo era capaz de engendrar el sol. Los seres humanos que allí vivían fueron evaporados. Por otra parte, el progresivo y creciente aparato del Estado tuvo su revelador aporte y permitió instrumentar planes más refinados y sistemáticos, llevados a cabo con prolija disciplina mediante funcionarios especializados en cada tarea. Esto pudo verse en los campos de concentración nazis o durante el último auge de dictaduras militares sudamericanas, consagradas a matar la gente que sobraba para que nacieran capitales que faltaban. Actualmente, estos últimos métodos se siguen aplicando estratégicamente en algunos puntos del globo, pero también se echa mano a modelos más sutiles que prefieren matanzas graduales y paulatinas, que consisten en hacerle perder a la víctima la conciencia de su propia humanidad. Este objetivo se puede conseguir mediante una surtida gama de alternativas, entre las cuales se cuenta el tren Sarmiento, la línea ferroviaria que une la zona oeste del Gran Buenos Aires con la Capital Federal de la República Argentina.

Cuando nos levantamos de la cama puede haber un sol radiante, podemos tener buen humor y hasta ganas de ir a trabajar, pero ningún día puede comenzar bien cuando hay que tomar el tren en horario crítico. La media hora que se pasa allí dentro es como un morboso tour al Holocausto, como un viaje fugaz a los campos de exterminio. Es como ser judío durante la segunda guerra mundial, o armenio durante la primera. Allí el sistema se revela en toda su crudeza, porque mientras las empresas están protegidas y tienen garantizado su negocio, las personas son reducidas a una precaria condición de insecto y nada valen más que como estadísticas para calcular ganancias o hacer experimentos. La empresa concesionaria recibe millonarios subsidios por parte del Estado; y para que todos los pasajeros paguen su boleto, establece un rígido control en las 16 estaciones que hay a lo largo de sus casi 40 kilómetros de recorrido. Pero los individuos son transportados en las condiciones más denigrantes, los vagones están destruidos, la gente viaja hacinada, los servicios se suspenden sin aviso, hay permanentes demoras, accidentes continuos y desperfectos cotidianos. Y no es casual que esta manera de viajar exista en la zona oeste del Gran Buenos Aires, así como también en la zona Sur, habitadas principalmente por clases medias y bajas. Es parte de la domesticación que los individuos de estas zonas deben sufrir para perder cualquier atisbo de dignidad que pueda existir en ellos. Es una diaria sesión de disciplinamiento para que los 200.000 pasajeros diarios que se movilizan en esta línea tengan bien claro qué lugar ocupan dentro de la sociedad en que viven, o lo que ellos significan en el entramado social del país.

En las horas pico, la gente se aglomera en la estación. Si uno asiste al andén cotidianamente, puede comenzar a percibir que los rostros son los mismos. A igual hora, iguales rostros, y aún más: cada persona suele viajar en los mismos vagones. Tétrica o misteriosa cualidad de la rutina, es una curiosa tendencia humana comenzar a repetir mecánicamente los actos cotidianos. Y con una especie de memoria muscular, una vez que el cuerpo ha aprendido a realizar determinadas acciones, se larga a repetirlas día tras día, sin permiso de la mente. Y es así como las personas se despiertan, van al baño, se visten, salen a la calle, viajan, caminan algunas cuadras y de pronto aparecen en su puesto de trabajo como si se hubieran materializado allí de pronto, luego de atravesar la ciudad en un estado parecido al sonambulismo.

Mientras espera el tren, la multitud aparenta educación y respeto por los demás, pero cuando la sucesión de vagones llega atiborrada de pasajeros y hay que subir como sea, cada persona se zambulle a su más exacerbado y monstruoso individualismo, abriéndose paso a codazos y empujones, a puro insulto y patada limpia. Se escuchan quejas de dolor, voces desesperadas, gritos de agonía... Y para no quedarse abajo, uno debe masificarse y adoptar los feroces atributos urbanos. Hay que subir al vagón ganando lugar entre los atropellos y los caídos, buscando huecos, adaptando el cuerpo a los caprichosos espacios, y acomodarse finalmente a presión como una pieza más del macabro rompecabezas. No sirve el truco de esperar el tren siguiente. La situación se repite y el reloj no espera: hay que llegar al trabajo.

En esos instantes, era la misma historia argentina quien venía por nosotros. Las décadas anteriores se desplomaban sobre nuestros días, porque el vaciamiento que había sufrido el tren, y que ahora mismo sufríamos nosotros, era el propio y atroz vaciamiento que había experimentado el país entero. Y tras la salvaje depredación, sólo parecía quedar la impotente lucha entre las dispersas y anónimas multitudes que habían padecido el saqueo. Años atrás —a finales de los años ochenta, principios de los noventa—, tras un gigantesco desfalco, las empresas nacionales quedaron arrasadas por los mismos que después salieron a denunciar su mal funcionamiento. Es lo que suele ocurrir en esta entelequia conformada por lo que algunos llaman las regiones del Tercer Mundo. En un tenebroso juego de sombras, los mismos ladrones siguen haciendo negocios proponiendo salvar lo que antes aniquilaron. Así fue que el Estado entregó los bienes públicos a engominados empresarios, que llegaron benevolentes para salvarnos de largas horas de espera, de que nos cubran las telarañas. A partir de entonces, con desmesurada intención, los funcionarios públicos, también privatizados, destinaron su actividad a satisfacer la voluntad de los nuevos dueños del petróleo, el agua, el teléfono, el gas, las rutas, las autopistas y los trenes. Un negocio por demás rentable, consistente en recaudar dinero con la mínima inversión. Que los riesgos, claro está, los asuma la gente.

Cuando las puertas del tren se cierran, el aire se corta, la temperatura sube y el ambiente se vuelve sofocante. Durante el viaje no hay espacio para nada, ni siquiera se puede leer, porque los brazos deben ir pegados al cuerpo, custodiando de paso las pocas pertenencias que llevamos. Tampoco se puede ver por la ventana, porque a menos que uno vaya apretando la cara contra el vidrio, nada puede ver más que una anónima superposición de fragmentos antropomorfos.

En el tren está prohibido mirar a los ojos. Mirar al otro es invadir su vergüenza, atentar contra su pudor. Cuando dos miradas se cruzan, enseguida se rechazan. Aunque uno quede frente a frente con el otro, por nada del mundo hay que buscar sus ojos, porque todos sentimos vergüenza del siniestro y oscuro agujero en que hemos caído, y aunque ya no quede dignidad ni respeto, aún resta la culpa de estar resignados a ser lo poco que somos. Si el alma destilaría aromas según su estado, sospecho que la resignación sería el más hediondo.

Mientras fueron nacionales, las empresas posibilitaron el financiamiento de numerosas obras públicas y permitieron al menos que el dinero circulara entre la misma sociedad que pagaba los servicios, pero a partir de 1976 los militares se cansaron de hacer gimnasia, dar vuelta las escopetas en los desfiles y ponerse la manito en la cabeza para hacer la venia. Quisieron dar un uso más rentable a sus conocimientos y se hicieron cargo de la administración del Estado. Pero como los sueldos nacionales no eran buenos, decidieron defender una bandera que les perimitiera ahorrar en dólares, y para llevar a cabo su plan económico debieron declararle la guerra al país. Como las órdenes vinieron en inglés, a partir de entonces fue declarado enemigo todo ciudadano que hablara en castellano.

Ese aire a resignación carga el hacinado vagón, donde la gente se apretuja en rincones imposibles y paga el pasaje para viajar en un espeso y tibio engrudo de cuerpos enmarañados, entrelazando efluvios y secreciones, moviéndose como delirantes contorsionistas para acomodar un brazo o una pierna entre indescifrables porciones corporales.

Los militares estaban contentos. Disparaban todo el día, salían de noche a cazar con su escopeta y podían pegarle entre varios a una mujer embarazada sin rendir cuentas a nadie. Las empresas públicas, como el país entero, fueron sometidas a un sistemático plan de saqueo y vaciamiento, y además de enriquecerse con lo que robaban al país, los militares se quedaron con todos los préstamos que venían del norte. Cuando hubo que pagar, se atrincheraron en sus ratoneras y el peso del desfalco cayó sobre toda la sociedad: se estatizó la deuda. Cada niño argentino que posteriormente vino al mundo no sólo nació debiendo el pan, sino también el brazo.
La democracia menemista fue otro nombre de aquella dictadura. Repartió galletitas entre la clase media y rifó el país en una quernés. A esa altura las empresas públicas ya estaban fundidas. Entonces se empezó a hablar sobre las ventajas de privatizar. Para tratar de convencernos, nombró interventores mafiosos que terminaron de desmantelar lo que quedaba. Y cuando los capitales privados vinieron a ver vidrieras, se llevaron concesiones y subsidios, convenientes ofertas y saldos provechosos que engordaron las cuentas de numerosos funcionarios. Argentina progresaba, decía el discurso oficial. El país se insertaba al primer mundo. Mientras se desmoronaba la industria nacional, subía la pobreza y se incrementaba el desempleo, el Gobierno decía: un peso un dólar, eliminamos la inflación.

Como no se puede mover el cuerpo, en el tren uno es sólo mente. Es uno y su propia cabeza. Muchos van ensimismados en sus propios pensamientos, con la mirada en punto muerto. Otros van escuchando música tratando de paliar el trance. Y están, curiosa fauna, los que van orgullosos. Generalmente son jóvenes de saco y corbata, perfumados y engominados, que han entrado a trabajar en empresas y se sienten contentos de su afortunada inserción al mercado laboral. Ya han hecho cuentas y saben todo lo que se comprarán en los próximos meses. Como animales domésticos que han asegurado su provisión diaria, tolerarán todos los sacrificios e incomodidades para contentar al amo que los sustenta.
Yo hurgaba en mi pasado, revolviendo los baúles del tiempo donde a veces me acechaban bestias implacables. Pero en ocasiones daba con gratos sucesos y me asaltaban recuerdos como el de Lucía, a quien tanto había querido desde lejos y con quien sólo había tenido algunas charlas esporádicas. Precisamente uno de mis recuerdos más profundos tenía que ver con ella, esa vez en que pasé unos días en casa de su familia y una tarde entré a su habitación a buscar un libro, suponiendo que Lucía se encontraba ausente, pero sorpresivamente la hallé dormida, destapada y despojada de sus ropas. Me encontré con la imagen de su cuerpo desnudo, indefenso como una fortaleza abandonada. La toalla de baño envuelta a su lado indicaba que se había dormido después de una ducha tibia, y en la habitación aún flotaba el aroma de su piel y su pelo enjuagados. Las manos yacían abrigadas en su pecho y el rostro dulce expresaba su enajenación del mundo, inmerso en un sueño calmo que la embellecía. Sus senos desaparecían tras la anatomía de sus brazos ligeramente cruzados sobre su pecho. Los hombros, apenas encogidos, lucían perceptiblemente suaves en su redondez. Las caderas exaltaban su figura por la incipiente posición fetal en que dormía. Se remontaban firmes desde su cuerpo frágil, y se dibujaban armoniosas desde sus piernas descubiertas y cabales.
La observé con fascinación, escuchando como a un canto la profundidad de su respiración tranquila. La contemplé con la quietud de quien se sabe testigo de una irrecuperable eternidad pasajera. Durante un interminable momento estuve paralizado frente a ese obsequio sorpresivo, porque, de hecho, nadie entraba en esa casa a un cuarto ajeno sin pedir permiso, y yo me había aventurado en una búsqueda traviesa sin mayor significado, para encontrar la sacralidad de la desnudez que Lucía escondía en su femenina expresión cotidiana.
Como habiendo hallado lo indómito y profundo de un paisaje ignoto, yo perdí para siempre el camino de regreso hacia el cuerdo mundo de los hombres. Nunca pasó nada entre nosotros, y ese momento era lo único que en verdad me pertenecía de toda aquella historia. Ella parecía estar esperándome sin saberlo, con la salvaje pureza de lo indefinible, y ya nadie podría arrebatarme aquel encuentro. Era un momento que yo podría revivir y nunca se agotaría. Yo abrigaría su calor incorruptible. Era mío porque a nadie se lo había contado. Ni siquiera ella lo sabía.

Cada vez que el tren se detiene para descargar y recoger pasajeros, se desatan nuevos alborotos, reyertas y trifulcas. Las puertas se abren y el monstruo de múltiples brazos y cabezas se convulsiona en agitados movimientos, y se revuelve en un desesperante ataque de epilepsia. La imagen del vagón superpoblado causa tal desesperación y ansiedad en la gente, que quienes quieren subir no dejan avanzar a los que quieren bajar, y el choque entre ambos bandos produce un violento enfrentamiento de facciones ultra-ascendentes con sectores ultra-descendentes.
Si uno viaja cerca de la puerta, cada estación representa una pequeña o gran batalla que debe ser ganada para llegar a la estación de Once. Hay quienes llegan habiendo perdido los combates de Liniers y Floresta, pero habiendo logrado recuperar posiciones en Flores y Caballito. Quienes pierden todas las batallas llegan en lamentable estado de descomposición, o no llegan. Quienes sobreviven, estarán en perfectas condiciones para correr el colectivo o repetir la masacre en el subte, a la misma hora que todos los días.
Durante cierto tiempo viajé en el primer vagón, muy cerca de la cabina del maquinista, porque al llegar a la estación terminal esa ubicación me permitía alcanzar rápidamente la salida de la plataforma sin demorarme entre la multitud que se desparramaba por el andén y luego se estancaba en los molinetes formando un embudo humano. Pero después comencé a viajar en los vagones de más atrás, porque lo que me tocó vivir adelante de todo fue aún más traumático que nadar en el embotellamiento de cuerpos que se aglomeraba en la estación.
En el primer vagón yo estaba acostumbrado a escuchar la fuerte y prolongada bocina del tren, que el maquinista hacía sonar generalmente cuando la formación ya estaba lanzada a una velocidad capaz de desintegrar cualquier cosa que se atravesara en su camino. Después me enteré de algo más terrible: el conductor toca la bocina no sólo para prevenir a los apurados y distraídos, sino para no escuchar el impacto que se produce cuando una persona se arroja desesperada a las vías o es atrapada accidentalmente por las ruedas del tren. En ocasiones, al percibir que la bocina se alargaba más de lo normal, yo presagiaba la cercanía de estos sucesos fatales.
Una mañana sucedió. Escuché el aterrador impacto del tren contra un cuerpo humano, y el posterior crujido de huesos triturados debajo de las ruedas. Aunque no pude ver qué era lo que había embestido el tren, desde el primer momento supe que se trataba de una persona. Uno siente un temblor escalofriante. No es un fuerte sacudón sino más bien una leve convulsión que hace vibrar el vagón, pero a través de esa vibración uno puede percibir el desgarramiento de la carne, el despedazamiento de huesos, músculos y tendones; la vida que la gigantesca mole del tren desintegra entre sus ejes. No es un ruido ni una sensación de este mundo. Es algo nuevo que inventamos nosotros como sociedad: un tren pasando sobre el cuerpo de un hombre. Nadie está preparado para eso. A partir de ese día, decidí viajar en el quinto o sexto vagón.
Cuando el convoy atropella a una persona y se detiene en las vías durante media hora para que los bomberos retiren los restos humanos atrapados en las ruedas, la gente mira ansiosa el reloj y comienza a pensar cuántos minutos se retrasará para llegar al trabajo, y se queja porque le descontarán la puntualidad y el presentismo. Nada importa el individuo accidentado: quién era, qué le pasó, si seguirá con vida... todo es trivial entre los muertos.
Del mismo modo, si alguien se desmaya o se descompensa, automáticamente se convierte en una molestia para los demás, como esos marinos que se enfermaban en las largas travesías expedicionarias y eran arrojados al mar porque eran considerados un estorbo inútil.

Separados, distantes, inalcanzables, somos restos de estrellas muertas, débiles náufragos de alguna explosión cósmica que deambulamos sin mirarnos por senderos remotos. Fríos, oscuros, solitarios, sin rumbo ni precisión y abandonados a la suerte, sin más objeto que deambular inútilmente hasta desintegrarnos o desvanecernos o por último impactarnos contra algún cuerpo celeste que ni siquiera temblará en aquel instante último en que esta partícula sin sentido encontrará por fin su muerte.

Pese a todo, en el tren hay señales que hablan de otro mundo posible, de otra dimensión que corre paralela a ésta y que de vez en cuando deja sospechar algún resquicio de su universo.
En un comienzo, hay presencias que pasan desapercibidas, pero es lo que sucede también con nuestra visión cuando entramos a un sitio ganado por las tinieblas: en un principio nos resulta difícil vislumbrar figuras y relieves, pero al rato nuestros ojos comienzan a distinguir las formas, se van dibujando los contornos y descubrimos que no todo es del color de la ceguera. Entre los demás rostros saqueados y abatidos por el tedio, aparecen otros rostros, como visiones, como enigmas de otra realidad, provenientes de vaya a saber qué mundos, con toda su calma y su belleza, desmesurados como arcoiris de la tormenta humana, con toda su sensibilidad y su hermosura, con sus ojos que miran, con sus gestos expresivos, permanecen intactos entre tanta basura. Son ángeles urbanos, a medio camino entre el paraíso y el destierro. Están fugados de otro tiempo, y surgen inalcanzablemente cerca, como si fuera imposible tocarlos. Su presencia contagia una profunda calidez, casi dolorosa por su fugacidad. Nos duele la distancia, esa tragedia del desencuentro. Pero cuando uno de ellos aparece, intuyo el resplandor de una patria de la que fui arrancado, siento que recupero algo que me fue arrebatado, no sé cuándo ni de qué manera.

El furgón es un espacio aparte donde existe mayor camaradería y solidaridad entre la gente. Allí hay códigos propios y se quiebran muchas leyes de individualismo y soledad que el sistema impone. Mientras en los vagones comunes predomina la indiferencia, en el furgón se manifiesta la espontaneidad, el humor y la fraternidad. Allí se concentran las personas que vienen de los barrios alejados de las estaciones y pedalean unas cuantas cuadras con la bicicleta para ahorrar el boleto del colectivo. También están los que necesitan del rodado por las características de su oficio, como los afiladores, los herreros o los carteros de correo privado, quienes pasan el día recorriendo palmo a palmo los barrios de la capital y llegan a andar hasta 70 kilómetros en un día para llevar dinero a la casa. Algunos utilizan el oficio como último recurso. En épocas de vacas flacas sacan la bicicleta del galpón y tienen una changa asegurada.
—Con esto al menos sabés que no te morís de hambre —cuentan los afiladores—. Te pedaleás unas cuantas cuadras, recorrés los barrios cajetillas y siempre aparece alguien que quiere afilar un hacha, una cuchilla, o alguna otra cosa. Entonces le ponés el soporte a la bici, pedaleás unos minutos en el lugar y te hacés unos manguitos. Encima no tenés gastos ni le tenés que rendir cuentas a nadie. Lo que sí: tenés que ser constante y tener disciplina, porque si vos no te levantás y venís, no te viene a buscar nadie.

El furgón es el lugar más sucio y el más frío, las ventanas no tienen vidrio y es el único vagón del tren donde la gente fuma, pero también es el rincón donde abunda la informalidad, hay más espacio y las charlas y las bromas son más frecuentes. Algunos van tomando mate, otros juegan al truco, se ayudan a bajar y a subir, a acomodar y a sacar la bicicleta. Nunca vi una pelea en el furgón. En cambio, en los vagones comunes no sólo vi peleas, sino terribles discusiones en las que abundaban los comentarios más racistas. Cierta vez, un joven de tez blanca se empujó e increpó con otro de piel oscura. No se fueron a las manos, pero cuando el moreno se perdió en el tumulto, el otro exclamó:
—Hace cien años, a estos negros te los comprabas por cien pesos en Plaza de Mayo.

Una vez que el tren se detiene en Once y las puertas del vagón se abren, la estación terminal estalla como un hormiguero enloquecido. Miles de sombras invaden la plataforma del andén y avanzan poseídas como una fanática legión que marcha hacia el abismo.
Las multitudes acuden a inmolarse en procesión, a pasos sincronizados, como un ejército de zombis embistiendo en las filas de la nada. La rutina exige almas envasadas, hace estragos en los rostros, deja muertas las miradas. Incapaces de verse o intuirse, miles de espectros avanzan embrutecidos, con la sensibilidad irremediablemente perdida, y aceptan como cotidianos los hechos más aberrantes e inconcebibles. La gente camina rápido, chocándose entre sí, y ni siquiera gira para disculparse.
El espacio que rodea a la terminal es el fin del universo. Por allí desfilan los caídos del mundo. Todo está sucio, el tránsito es un caos, hay gente durmiendo en el piso de la estación, en las calles los fantasmas piden limosna, otros nadies arrebatan lo que pueden a los descuidados, abren la puerta de los taxis o revisan los teléfonos públicos en busca de alguna moneda olvidada. Hay cartoneros revolviendo los desechos, vendedores ambulantes pregonando baratijas, chicos aspirando pegamento para olvidarse del hambre, el cansancio o el frío; gente entregando volantes que nadie mira, mujeres sentadas en el suelo con uno o dos críos en brazos... Son eclipses humanos que sobreviven en rincones que sólo pueden verse desde abajo.
Alguien podría decir que es una pesadilla de la época oscura de Goya, el infierno de Dante o El Bosco. Pero es el escenario de una estación terminal porteña, ya trágicamente naturalizado en los ojos de quien lo mira, como si siempre hubiera sido así, como si así fuera a ser siempre.

Una vez soñé que yo era un mono. Vivía en los árboles pero nuestra población había crecido demasiado y ya éramos muchos. La comida no alcanzaba para todos y teníamos que salir a ganar nuevos espacios. Entonces comenzó la lucha entre nosotros. Yo me encontré en el grupo que debía bajar de las ramas y enfrentar los peligros del bosque. Estábamos atemorizados de los depredadores que allí acechaban. Sentíamos pánico de que aquellas bestias exterminaran nuestra especie y nos negaran cualquier posibilidad de continuar con vida. Sin embargo bajamos. Y entonces me desperté.
Hoy, cinco millones de años después, caigo en la cuenta de que aquellos temibles depredadores éramos nosotros. Nos transformamos en la bestia que tanto temíamos. Construimos ciudades babilónicas que no nos sirvieron para paliar el miedo ni disminuir el riesgo. Las grandes urbes no fueron levantadas para resguardarse de las bestias, sino para alojarlas.
La humanidad, en su carrera involutiva, ha sufrido una degradación horrorosa. De ser capaz de formar comunidades que tenían la solidaridad por centro, ha erigido sociedades donde imperan la ambición y el egoísmo.
Durante su etapa nómada, la cooperación entre los individuos hizo posible la supervivencia en un mundo saturado de peligros. El ser humano, frágil criatura errante, sobrevivió en un medio hostil y supo resguardarse de otros animales porque aprendió a cazar en grupo, a vivir en comunidad, a compartir las herramientas y a trabajar con sus semejantes.
Esa etapa ejemplar ha sido sucedida, con avances y retrocesos, por la etapa sedentaria, en la cual apareció la agricultura y se profundizó la división del trabajo, es decir la especialización de tareas. Las actividades militares, religiosas, mercantiles, artesanales y de servicios especializados se fueron jerarquizando sobre las otras, y gradualmente fue apareciendo la estratificación social, es decir la desigualdad, es decir la explotación. Mediante un largo proceso, los grupos que no trabajaban lograron imponerse sobre aquellos que realizaban las tareas productivas. Concentraron mayor poder e hicieron prevalecer su voluntad, exigiendo tributos en especie y trabajo. Esta organización permitió el surgimiento de una clase ociosa e inútil como la nobleza, y posibilitó a largo plazo la construcción de ciudades y templos ceremoniales, que a su vez hicieron posible el fortalecimiento de las instituciones y el surgimiento del Estado: cáncer de la humanidad e institución parasitaria por excelencia.

Al subirme al colectivo, me encontraba nuevamente con repetidos rostros acribillados de amarguras y desencuentros, rostros deteriorados como muelles donde el tiempo rompe sus olas implacables, repetidos rostros de sueños traicionados y promesas rotas, marcados por los amores que se fueron y los años que llegaron sigilosos entre bautismos, comuniones, casamientos y velorios; insensibilizados por el inacabable circuito de jornadas a desgano en empleos sin sentido que han consumido el cuerpo y apagado el alma.
Siempre aparece un esquizoide gritando con el teléfono celular. Nunca supe por qué gritan, si nunca dicen nada. Será quizás por el miedo que tienen a no llegar a ser visibles en esta sociedad de ningunos, por el miedo a que se les note la soledad, la soledad amontonada de las ciudades que por todos lados brota y se dibuja, la soledad hecha industria que genera todo un mercado que crece y se fortalece envenenando el planeta que nos queda. A causa de la soledad tienen éxito el cigarrillo, la televisión, los teléfonos celulares y las vidrieras: modernos instrumentos para paliar el miedo al silencio, para paliar la inseguridad de la frágil criatura que no puede soportar la intrascendencia de su vida insignificante.
La fábrica de miedo fagocita seres humanos y los vomita hacia estúpidas realidades, a torpes rutinas que llevan a un pobre diablo a encontrar compañía en su pantallita boba, en su minúsculo bracito de botones que le permite esquivar una mirada viva, un encuentro con el otro.

A menudo me preguntaba cuántos como yo caminarían concientes de su propio naufragio, cuántos estarían buscando la grieta que les permitiría filtrarse al otro lado del muro, cuántos intentarían descifrar los oscuros designios de su realidad para exorcizarse de ese cuerpo monstruoso que los devoraba día a día, cuántos estarían gritando hacia adentro su desesperación silenciosa de estar extraviados en esa cotidianeidad tan sombría, tan nefasta y corroída, tan falta de esperanza. Allí la vida se manifestaba clandestinamente, y la muerte era legal por su brutalidad cotidiana.

En el colectivo me sentaba y miraba por la ventana, intentando rescatar imágenes para el recolector de sueños. Recuerdo que una vez vi, sobre el alféizar de una ventana de un cuarto o quinto piso, un molinito de plástico clavado en una maceta. Allí giraba, solitario, jugando con el viento ante el trajinar de la multitud enloquecida.
Otro día en que iba en el tren, agobiado por la incomodidad y el sofocamiento del vagón, la formación se detuvo en una de sus paradas y abrió las puertas. En ese instante pude ver hacia afuera, y vi un árbol frondoso y exuberante, de un verde profundo, que se mecía fuertemente a causa del viento. Estaba soleado pero muy ventoso, y era una imagen alegre, llena de vida. Llamaba la atención el ruido batiente de las ramas cargadas de hojas que embolsaban la brisa.
También me gustaban los atardeceres del oeste. Cuando regresaba del trabajo, el tren viajaba hacia el poniente, y al bajarme en Haedo miraba el crudo y desnudo color del sol que se dejaba contemplar mejor en el claro abierto por las vías. Ningún crepúsculo era igual. Los colores tornasolados se desplomaban siempre distintos sobre la vieja estación, y en ocasiones me detenía a contemplar lo bella que podía verse la ciudad en que vivía.
Una tarde, al bajar del tren observé un crepúsculo multiplicado. Mientras la gente se empujaba para ascender y descender, yo salí del aturdido enjambre de pasajeros y respiré el aire de un atardecer que teñía la estación de un naranja profundo. En medio del agitado desfile de personas apuradas por llegar a casa, me retuvo la imagen de un niño, que impasible a la tensión y el abatimiento de la gente observaba obnubilado aquel despliegue de colores. Yo me sentí cómplice de aquel niño, porque así puede verse también la belleza: no en el objeto o el fenómeno que la manifiesta, sino en el maravillado rostro del quien la mira.
Cosas así me daban fuerzas para continuar y resistir, fuerzas para esperar el día de mi partida.

El trabajo era el impacto de todas las caídas anteriores, era la culminación de todas las decadencias, un museo de vulgaridades que reservaba sus mejores vitrinas a los más encumbrados mediocres y cobardes, a todos aquellos que sin nada que hacer, se habían refugiado tras las órdenes de un jefe e inmolaban su vida cada día para que una empresa volcara al mercado otro manojo de productos innecesarios.
Apenas llegaba a la empresa tenía que hacer fichar mi tarjeta en el reloj mecánico, porque unos meses atrás la hija del dueño había empezado a trabajar en un sector supuestamente llamado Recursos Humanos, que servía para evaluar estrategias de presión sobre el personal con el objetivo de aumentar el control y elevar la productividad. La empresa decía todo lo contrario: que el sector funcionaba para el bienestar y la comodidad de los empleados, pero a quién le interesan las versiones oficiales. Lo cierto es que la hija del dueño era un paramecio con alguna habilidad para llenar cuadraditos en cartones amarillos, y también dominaba muy bien la técnica de repartir papelitos verdes y colorados, y también sabía decir, con cara de mal cogida, "Firmame acá", o expresar con frialdad de reptil frases como "Este mes te descontamos cincuenta pesos en tickets canasta porque cuando tu papá murió de cáncer viniste media hora más tarde". Pero uno la descolocaba si por ejemplo le preguntaba la hora, porque tenía un reloj de agujas con números romanos y no sabía leer el horario en esos complicados códigos de la vieja Roma. Para ella hubiera sido más sencillo usar algún otro aparato que tuviera los mismos números arábicos con que se suelen exhibir los precios en las vidrieras de los negocios. Pero el otro trilobite que tenía por madre le había hecho ese exclusivo regalo, un caro regalo por cierto, porque así demuestran el cariño las madres brutas a las hijas tontas cuando no han aprendido a sonreír más que a través de las cosas.
Una vez registrada mi asistencia, subía a las oficinas y me tocaba ver esa sórdida galería de risas falsas, ese congreso de buenos modales donde todo se mide por la seguridad que da el dinero, cada uno custodiando su madriguera, tratando de contentar al jefe, mendigando un elogio, una palmadita en la espalda para asegurase la confianza del amo, arqueando el cuerpo para hacer más certeros los latigazos del gordo, haciendo girar la cuerda que cada uno tiene incrustada sobre su propia espalda.
Encerraba mis días en esas latas de ocho horas. Ocho horas que le restaba a mi vida, a mis sueños y proyectos, a mi propio cuerpo, para que otro se llenara los bolsillos con el esfuerzo de mi trabajo, con mis ideas, con el sacrificio de renunciar a mi propia vida por el módico precio de un salario que el gordo consideraba preciso para tenerme cada día en la puerta de la empresa a las nueve de la mañana. Y yo con un sueldo de mierda, y el gordo contando millones. Y yo con una casa a duras penas, y el gordo en un castillo con puertas y ventanas a control remoto. Y yo viajando en tren, y el gordo volando en primera por el mundo. Y el mundo sin deseos de cambiar. Y el cambio cajoneado para otros momentos.
Me deprimía reírme con mis compañeros de trabajo, casi todos más jóvenes que yo y sólo con la pretensión de insertarse, de adaptarse, de mezclarse entre los demás y abandonar, de una vez por todas, el difícil cometido de ser uno mismo. Me remontaba a no muchos años atrás, y en mi cabeza desfilaban las imágenes de los jóvenes dando vuelta los patrulleros, corriendo a la policía en Córdoba o París, enfrentando a los tanques en Tiananmen, marchando contra Vietnam, arriesgando el pescuezo para que el mundo no fuera esto: una patética superposición de oficinas donde los jóvenes se encierran y dialogan acerca del precio de los microondas o arreglan fechas para ir en grupo a la peluquería.

Hoy en día, a nadie le importa su empleo sino la remuneración que obtiene por la actividad que desempeña y la vida que puede llevar con ese dinero. El trabajo en sí mismo es considerado una tortura, porque nadie hace nada realmente productivo para la sociedad en que vive. Y como la gente no se siente útil, entonces detesta lo que hace, porque más que una esfera donde desarrollar aptitudes y cualidades, el trabajo se ha transformado en un terreno de especulación e individualismo, en una rutina aplastante que acaba por fagocitarlo todo.
Si uno tiene la suerte de estudiar lo que le gusta, al insertarse laboralmente se encuentra con una monstruosa maquinaria burocrática que impide todo desempeño talentoso. El sistema domesticará al individuo creador y lo convertirá en un mediocre y frío engranaje que repetirá viejas estructuras y que sólo aspirará a retener el puesto.
Aunque existe un mecanismo psicológico que empuja a decir que uno disfruta de su trabajo, la gente odia su empleo. No obtiene de él ningún crecimiento ni satisfacción, sino más bien estrés, angustias y tensiones de las cuales pretende liberarse. Es así que las personas mienten o fingen enfermedades para faltar, o inventan alguna desgracia para ausentarse de su puesto, o especulan para trabajar menos, o consideran mejores las funciones que requieren menos esfuerzo; cuentan los días que faltan para que llegue el fin de semana, tachan los números del almanaque esperando las vacaciones, como si se estuviera cumpliendo una condena. Y cuando llegan las vacaciones, no alcanzan a relajarse que ya deben volver a repetir la agobiante y embrutecedora inercia de todos los días.
En teoría nos enseñan que el trabajo dignifica, pero aquellos personajes encumbrados por la sociedad, aquellos seres que las publicidades exhiben y que los medios exponen como modelo de éxito, son una horda de parásitos que han hecho dinero sin trabajar o realizando las tareas más estúpidas e improductivas. El que trabaja no tiene tiempo para hacer dinero. Está todo el día encarcelado en un negocio, en una oficina o en una empresa, y allí mata mecánicamente sus horas, anhelando una libertad que nunca llega. Es extraño que el ser humano no sea capaz de hacer nada durante ocho horas seguidas, más que trabajar. Salvo dormir, todo lo demás cansa o aburre. Y así la vida pasa, los días iguales y monótonos, uno tras otro, como una repetición de un día que jamás acaba. Un día que repite el anterior, y se sucede al infinito como una macabra letanía.

Yo era el único de la oficina que no tenía teléfono celular. Todos mis compañeros tenían uno. Se mandaban mensajitos, se sacaban fotos, se grababan las voces, comparaban precios, consultaban ofertas, miraban catálogos y publicidades, se comentaban los avances de la telefonía digital. Gastaban una fortuna para comprar los últimos modelos. Competían entre ellos por estar a la vanguardia. En el tren y en la calle veía lo mismo: grupos enteros de personas hablando sobre las cualidades de estos minúsculos teléfonos, los servicios que daba cada compañía, los secretos para obtener mejores rendimientos de la batería, para cambiar la música que emite cuando te llaman, los trámites que tenés que hacer para rescindir el contrato… tan contentos gastaban medio sueldo para estar comunicados con nadie, para alimentar a un sistema que los engorda para comerlos.
A mí me causan particular extrañeza los individuos que se vanaglorian de comprar objetos caros. Creen que si adquieren artículos costosos les va bien en la vida, imaginan que existen bien, que viven con estilo. Y yo pienso cuántas horas habrán sacrificado por haber transformado a los objetos en objetivos, cuántas mañanas de levantarse temprano y arrastrarse hacia el trabajo, atravesando la ciudad en su hora más cruel, cuántas jornadas de respirar la cloaca y sonreír, de decir sí señor-no señor, de mentir para conseguir un franco, de coleccionar hábitos destructivos, de vivir una vida insípida de rutinarias bajezas, de mirar el reloj para saber cuánto falta, de ver el almanaque para consultar los feriados venideros, de renuncia a vaya a saber uno cuántas cosas.
Y finalmente, el dinero ganado en esas interminables horas acaba en las arcas de las grandes compañías, que nos transforman mediante sus publicidades en obedientes corderos, nos enseñan a esquilarnos solos, a esclavizarnos para obtener las panaceas que nos venden. En esta inmensa ciudad, miles de individuos llegan exhaustos por la noche a casa. Saludan maquinalmente a la persona que ya no aman y descansan en un mullido sofá de todo el agobio de un largo día estéril, se distraen viendo programas idiotas en un televisor de cuarenta pulgadas. Desde galácticos controles remotos absorben como esponjas la sordidez de las nuevas publicidades. Se descalzan sobre gruesas alfombras, cagan en baños con cerámicas lujosas, se limpian el culo con papeles aterciopelados, y al irse a dormir arrojan sus huesos sobre un sommier hecho de nubes celestiales. Y antes de cerrar los ojos piensan en lo bien que va la vida y que vale la pena todo el esfuerzo realizado. La comodidad en la que viven les permite reponer las suficientes fuerzas para seguir participando en la alocada carrera por las cosas.

A lo largo de la historia, el hombre rindió culto a todo aquello que le proveyó el sustento y le aseguró la subsistencia.
Los cazadores recolectores veneraron a los dioses que permitían obtener venados y asegurar o facilitar las actividades predatorias. En obras profundamente creativas, pintaron bellas figuras en las paredes de las cuevas, que representaban a los venados que atrapaban y que las praderas ofrecían.
Los agricultores adoraron divinidades de la fertilidad: la lluvia, el rayo, el trueno… fenómenos naturales que representaban la irrigación de los campos y permitían el crecimiento de las mieses. Rendían fastuosas ceremonias al sol y la luna, y otorgaban ofrendas a la tierra.
Las sociedades modernas, que se proclaman tan evolucionadas, ya no bailan hermosas danzas para desatar los aguaceros, ni visten máscaras que permiten encarnar en el cuerpo de los animales para interpretar las fuerzas de la selva. Actualmente, los seres humanos son más toscos y rudimentarios. Hoy apenas bailan alrededor del dinero, y rinden culto a las vidrieras.

Al salir del trabajo muchas veces me quedaba por la Capital haciendo tiempo, con la intención de evitar viajar en el horario en que todas las arterias de la ciudad se ven colapsadas por millones de personas que sólo quieren regresar a su casa luego de haber rifado sus vidas en la quermés organizada por este gran pozo de miedo.
Caminaba desordenado docenas de cuadras, a veces por avenidas, a veces por angostas callejas. Cuando se me ocurría, ingresaba a un café y me sentaba junto a la ventana para contemplar lo que pudiera observar de la trágica belleza del mundo, un mundo relativo con destellos de absoluto, un mundo que desborda mierda por todos los costados como una cloaca obstruida y que sin embargo persiste con su porfía en manifestar su misteriosa belleza.
En ocasiones me preguntaba quiénes eran aquellos seres con los que me cruzaba en las calles, qué buscaban, a dónde iban... Todos corriendo tras algo que vaya a saber si existía. Me hubiera gustado conocerlos a todos, preguntarles qué soñaban, qué querían... y al caminar por las calles sentía esa impotencia de que tantas personas compartieran el mismo espacio por el que yo mismo caminaba sin saber absolutamente nada de ellas. Ese desencuentro me generaba una ansiedad escalofriante, que me hacía dar cuenta más que cualquier otra cosa de mi propia finitud, como cuando entramos a una biblioteca y ya sabemos de antemano que no podremos leer todos los libros que allí se encuentran. Cuánta belleza se nos escapará cada día de las manos por esta precaria condición humana que ejercemos.
Entonces armaba como podía mi refugio, en una plaza, en un café, leía o escribía para combatir una realidad que rechazaba... Allí estaban, en los libros, aquellos héroes que me habían precedido en este infierno y habían tenido el coraje de enfrentar al mundo desde una trinchera olvidada, sin entregarse, masticando la piedra cada noche, inmolándose en cada palabra, dignos, intactos, solitarios.

A la facultad no la tuve que dejar. Simplemente me olvidé de ir.
Recuerdo la pasión con la que estudiaba durante los primeros años de la carrera. Por aquel entonces leía con entusiasmo Los vengadores de la Patagonia trágica, de Osvaldo Bayer, y todo era futuro.
Con el correr de los años, en la facultad perdí la esperanza de toda revolución y ya no esperé ningún cambio significativo. Si allí estaba el pensamiento, la juventud, la reflexión y las agrupaciones de izquierda, todo estaba muerto y ya no cabría esperar demasiado. En todo caso, si la esperanza estaba viva no era allí donde había que buscarla.
En la universidad aprendí piruetas mentales muy bien aplaudidas en el riguroso circo de los intelectuales, pero más tarde caí en la cuenta de que la educación formal no es muy útil para la vida y que la gente de los suburbios revela muchos más secretos para entender a la especie humana.
En la corporación académica no hay lugar para ideas nuevas. Es un ambiente restringido y conservador, que ha hecho de la crítica su negocio. Sus materias se atribuyen hermosos nombres filosóficos para legitimar a quienes allí se refugian del caos del mundo, para dar magnitud y gravedad a sus actividades, como si fueran difíciles e importantes. Las palabras parecen grandes, pero están huecas, como baúles vacíos y desvencijados. La facultad es como una escuela de prostitutas que condena todas las poses sexuales que no están reglamentadas en sus catálogos científicos y santificadas en su rutina académica. La institución, como todas las demás, devino en su propia caricatura. Quedó aplastada bajo sus propios esquemas. Es un ambiente que oscila entre lo medieval y lo burgués, entre lo estático y lo moderado. Por ello su integrante promedio podría resumirse en el burgués medieval: un revolucionario que sólo quiere enriquecerse o vivir cómodamente, alardeando igualdad y otros valores que suenan bien, pero que sólo sirven para abrigarse detrás de acartonados discursos. Los intelectuales ni siquiera parecen entender a la sociedad que anhelan cambiar, ni tienen llegada a la gente que pretenden ayudar. Se proclaman defensores y constructores de un mundo mejor, pero el mismo mundo que habitan y la misma comunidad que conforman es un ámbito de elite, no de masas, que a pocos permite el acceso. Todo queda en sus polvorientos salones, en sus discusiones baratas donde siempre se impone el ego. Sus propuestas se desvanecen en una actitud masturbatoria del saber por el saber, una erudición ortopédica obnubilada por las novedades venidas de Europa, costumbre que ya practica nuestra más arcaica oligarquía. Pero la farsa es aún más penosa: son onanistas que viven a pajas sin haber vivido jamás la experiencia del orgasmo. Cortan cuando se cansan, pero no acaban nunca. En cuanto recuperan fuerzas, comienzan nuevamente hasta el próximo calambre. Es por eso que giran en círculos. Son gente con problemas.
Allí dentro todo está podrido: el centro de estudiantes transformado en un centro de fotocopiado; la izquierda decadente, tan parecida a la derecha, lejos de la sociedad, carente de ideas y convertida en un programa de chismes; la división irreconciliable entre patéticas agrupaciones sin propuestas, los absurdos volantes de revoluciones inviables, el pacto tácito de llegar arriba y sacar la escalera, el insalvable abismo entre alumnos y docentes, el estúpido esquema universitario que fabrica individuos que no piensan. Los alumnos modelos eran aquellos que habían aprendido a reproducir con mayor astucia el discurso de los profesores, que a su vez copiaban el discurso de los intelectuales que leían, que a su vez...
Había que verlos, especulando con las notas para obtener mejor promedio y ganarse becas que les permitirían vivir como parásitos en una biblioteca. Había que asistir a sus ridículas asambleas para percibir su grotesca parodia. Los que todo cuestionaban, no soportaban ser cuestionados, vaya caricatura del debate.
Más tarde que temprano, advertí que los seres que anhelan ser inteligentes son los más cobardes, porque aspiran a ser más que otros, a tener empleos mejores, a estar por encima del resto, a dominarlos, a dar órdenes a los más vulnerables. Débiles, temerosos de su miseria, buscaban en el rango o en el conocimiento la herramienta que les permitiera catapultarse.
Era corriente ver que los militantes que merodeaban días tras día por los pasillos de la universidad, un día desaparecieran porque habían conseguido un puestito en la municipalidad o en una empresa que los remuneraba jugosamente, o porque se habían cambiado a una carrera más rentable que les deparara un destino más confortable. Al fin y al cabo, eran hijos de burgueses que no sabían vivir de otro modo, pero que antes de transformarse en escribanos o banqueros, como sus padres, experimentaban, como lo habían hecho también sus padres, la loca bohemia de fumar marihuana, viajar a Cuba y soñar con un mundo distinto.
Por otra parte, los profesores, ya frustrados y resentidos, aprovechaban cada instancia de exámenes para hacerte saber que no eras una promesa sino una amenaza que atentaba contra la estructura que gobernaban. Preguntaban cuestiones totalmente irrelevantes, y enseñaban a repetir esquemas más que a construir un pensamiento válido. Anulaban toda búsqueda de conocimiento. Saber era corear sus trabalenguas. Así se posicionaban las nuevas generaciones de alumnos. Como en la Inquisición, los disconformes eran aplazados por herejes o inadaptados.
La Facultad de Filosofía me parecía directamente algo antinatural, porque no concebía siquiera cómo podía existir una carrera semejante. Lo que me daba más bronca era la Facultad de Letras, que operaba como una monstruosa picadora de carne. Recibía creadores sensibles, originales e inteligentes, y sólo devolvía a la sociedad un grupo de teóricos aburridos e intrascendentes incapaces de escribir algo que valiera la pena recordar.
Qué maquinaria operará más perfectamente que esta institución que recibe rebeldes aspirantes a destruir el sistema, los procesa con insuperable astucia, y los devuelve a la sociedad apeteciendo un cómodo asiento dentro del sistema imperante. Los hombres-título alimentarán su vanidad desde rangos adquiridos por la capacidad de repetir arcaicas estructuras, caducas y obsoletas, que no asustan a nadie. Coqueteando con los debates a la moda, se remitirán a discutir con sus colegas y a competir con sus pares. "Pase usted", "Faltaba más". Ya serán alguien. Habrán alcanzado la tierra prometida.
En la facultad sólo me sentí cercano a unos pocos, que en ocasiones se debatían como yo entre abandonar y hacer otro camino, o quedarse para tratar de cambiar las cosas desde adentro. Siempre hablaba de este tema con mi compañera Aldana, y la última charla que tuvimos fue un epílogo de todos nuestro diálogos anteriores.
Ante mis críticas al sistema unversitario, ella sostenía que había que tratar de cambiarlo desde adentro, aunque no era muy buena para decir lo que quería, ni sabía cómo nombrar las cosas con las que vivía necesariamente. Quizás por eso estudiaba Letras. Ella se preguntaba si acaso pez sabe por qué nada. ¿Es el pez capaz de explicar el río? ¿O simplemente vive esa corriente que le permite la vida?
En la facultad hay mucho pajero que quiere explicar las cosas con teorías y ahí los ves: finalmente acaban devorados por una estructura que se los fagocita con cuchillo y tenedor, sin saber cómo se llaman ellos mismos, perdidos en la selva de la negrura. La facultad, en definitiva, neutraliza el conocimiento. Lo hace débil e indefenso. ¿Por qué hay que saberlo todo? ¿No basta el instinto para las cosas esenciales? ¿No está el sentido común para aprender todo lo necesario para la vida? No sé puede ser sabio si se piensa demasiado. Es el peligro de la facultad: te transforma en alguien que sabe todo, pero que no conoce nada.
El desdén me ganó de mano. Antes de que pudiera tomar la decisión concreta de abandonar la carrera, fui ocupando mis días lejos del templo. Cuando se me ocurrió que podría abandonar todo, ya hacía varios meses que me había distanciado. No recuerdo cuándo fue la última vez que anduve por ahí. Nunca tuve la conciencia de vivir aquel último capítulo en que me levanté y salí de aquellas aulas sin saber que mi vida sería otra para siempre. De allí en adelante, ese depósito de carne humana se convertiría para mí en un galpón desconocido.

¿Qué oyes? ¿Qué persigues? ¿No ves la caída hacia el abismo? Observa al niño desnudo. Escucha su llanto. Él también está solo y espera. Y espera mucho más de lo que somos. Inerte, sin luz ni brillo, en un extraño mundo sombrío te has dormido. Un murmullo lejano te mantiene intranquilo. Estás ansioso de estos huesos pero déjanos morir sin tu sentencia. Incapaz de tu vertiente te has lanzado enfurecido a beber de nuestra sangre.
Muchas veces, ante toda la farsa que me parecía la realidad, sentía que la verdadera universidad por la que había pasado eran esos rincones anónimos de la ciudad, aquellos reductos poblados por seres marginales que no tienen protagonismo en los manuales de historia ni en los principales medios de comunicación, salvo cuando matan o mueren. Quizás por ellos también me había decidido a escribir, porque me parecía que rescatar del anonimato a esos seres era la verdadera y más profunda misión que debía cumplir la literatura.

Más atractivas que las teorías científicas, me resultaban las teorías construidas desde la percepción subjetiva de los personajes que poblablan los bares de los barrios. Como la teoría de Maquinita, que paraba en un reducto cercano a la estación de Caballito. Él me explicó su teoría de la mujer y el cigarrillo. Era todo un trabajo de campo, poniéndole el cuerpo a la investigación...
"Si en un café hay una mujer sola, me fijo si fuma. Si no fuma, observo el movimiento de sus manos. Hau que mirar si las mueve suavemente. Si las mueve atropelladamente, hay que evitarla. Es un recurso que me ha evitado sufrir enormes desilusiones. Y si fuman hay hay que observarlas cómo fuman. La mujer que fuma ansiosa es una reverenda mal cogida. Cuando uno la mira, ella prende un cigarrillo y hace posturas con su mascota humeante. Las peores son las que hacen la V de la victoria con su tronquito de fuego entre los dedos peronistas. Entonces ella se cree ocupada y da una apariencia de valentía ante los demás. Su inseguridad baila como el humo en su cara, y puede resistir las ganas de temblar ante la observación de los otros. Fuma ansiosa porque tiene la autoestima por el piso después de tantas frustraciones y desencuentros. Fuma así porque no ha sabido aprovechar sus manos una vez que fueron ignoradas por los otros. Fuma de una manera egoísta, porque no ha descubierto a quien sepa valorarla, no tiene a nadie que conozca la textura de su piel, que sepa de sus relieves corporales, alguien que sepa hacer el mapa de sus lunares, que conozca el suave movimiento de sus dedos, el dibujo de sus yemas, la temperatura de su sangre… y sospecho que ella busca en esa compulsión nefasta la ocupación que un compañero no ha sabido darle. Y al perder el destino de sus manos, la ausencia de otras que busquen refugio en las suyas, ha producido tal decepción en sus células pulmonares, en su sistema circulatorio, que ellos empiezan a evidenciar signos destructivos. Sin otro ser que la espere al llegar, que sepa adivinarle la esperanza en los ojos, que la reciba con un saludo sincero, que busque la suavidad de sus labios, el color de sus palabras, todo su cuerpo se volverá otoño y encontrará un destino marchito: dedos amarillentos, ojos vidriosos, pulmones nublados, aroma viciado, labios usurpados, manos estériles que ya no aguardan. Y la soledad será fumando. El tiempo se volverá una espera tabacal, una decepción nicotínica, una muerte con boquilla. Su cigarra existencia me cuenta la historia de sus desencuentros."


(continuará)