No creo en dios desde que lo vi (II)

(Novela)

Fragmentos de la segunda parte...

Una tarde de fines de noviembre yo estaba haciendo dedo en la ruta, dispuesto a ir hacia el lugar que me llevaran. No tenía prisa ni trayectoria. Sólo sabía que iba en dirección sur, pero eso era apenas un camino por dibujar.
No llevaba media hora haciendo dedo cuando me levantó un conductor solitario que venía en una camioneta naranja medio baqueteada tipo pick up, de la década del ochenta. Era un hombre de unos cincuenta años, tirando a gordo y con cara campechana. Parecía escapado de un cuadro de Botero, pero lucía una barba a medio crecer y estaba un tanto descuidado.
Coloqué mi mochila en la caja trasera y me acomodé en el asiento del acompañante.
—Voy hacia el sur. ¿Hasta dónde me puede alcanzar, maestro?
—Voy para Mar del Plata. Te llevo hasta allá.
No tenía pensado pasar por la ciudad blanearia, pero hacía años que no iba y aproveché el aventón para visitarla nuevamente.
Al rato la charla comenzó a fluir y el tipo me empezó a contar su vida.
—Yo vivo en Mar del Plata hace casi dos años. Me fui con toda la familia. Tenía un negocio bien puesto que vendía fortuna, pero me fundí con el gobierno de Menem. Después empecé de nuevo como pude, hasta que decidí arriesgar todo porque Buenos Aires no daba para más, ¿viste? Es una ciudad insegura, violenta, peligrosa... la delincuencia, la falopa, los secuestros... te matan por un par de zapatillas... Y mi prioridad es la familia, ¿viste? Yo por ellos haría cualquier cosa. Y mis hijos me van a agradecer toda la vida esto que hice por ellos. Tengo una hija que cumple 15 dentro de poco y no me puedo quedar cruzado de brazos viendo cómo mis hijos se pasan la vida encerrados...
Miré una foto plastificada que tenía colgada del espejo retrovisor. Era un nene riendo con toda su inocencia, vestido con el delantal de jardín y una corbatita roja donde seguramente estaría bordado su nombre.
—¿Es uno de tus hijos? —me interesé mirando la foto.
Él asintió con la cabeza, pero fue una afirmación seca, sin entusiasmo.
—¿Y cuántos años tiene? —insití para romper el hielo.
Tomó aire pausadamente, como para juntar valor, y soltó:
—Me lo pisó un camión cuando tenía cuatro a-a-años.
Pero a pesar de su voluntad, no pudo sostener la frase. La última palabra le salió quebrada, como esos espasmos entrecortados que causa un llanto desconsolado.
En ese instante no dejé de ver la foto, y más que el rostro de un chiquito sonriente creí vislumbrar en esa imagen la atroz cobardía de la muerte.
—¿Y vos a qué te dedicás? —me preguntó rápidamente, para cambiar de tema sin dar lástima.
—Soy historiador -mentí.
Hubo un silencio prolongado. Quizás lo incomodaba mi falta de palabras, y tal vez por eso buscó los cigarrillos. Me ofreció uno y negué con la cabeza. Mientras él encendía el que se había puesto en la boca, yo miraba los sembrados que se proyectaban más allá del camino, entre el horizonte y nosotros. El silencio se prolongó y el conductor parecía buscar algo en su cabeza para atrapar mi atención y conducirme al diálogo.
—Así que sos historiador... —dijo con cierto aire de suspenso.
Trataba de dar al ambiente una carga de gravedad inexistente, como queriendo anticipar un comentario que me impresionaría. Dio una larga pitada a su cigarrillo, como hacen los actores de televisión para atribuirse cualidades seductoras, y se mantuvo expectante, esperando alguna reacción de mi parte. Finalmente lo miré, fingiendo interés en la escena que estaba creando.
Cuando largó el humo me observó con ojos profundos, y me dijo seriamente:
—Yo conocí al tipo que le vendió el castillo a Michael Jackson...

Cuando se le terminaron los puchos, el gordo me dijo:
—¿No me pasás el salamín que tengo en la guantera?
Yo abrí el receptáculo y le pasé un salamín casi entero al que le habían arrancado la punta con los dientes.
El gordo lo agarró en limpio y le dio un mordisco.
—¿Querés? —preguntó estirando la picada.
—No gracias —respondí. Y le ofrecí una sonrisa, aunque sin humor.
—¿Cómo te llamás? —curioseé para que no se sintiera despreciado.
—Me dicen Lalo —dijo masticando, indiferente.
El gordo siguió merendando y yo me preguntaba cómo hacía para no prenderse fuego vivo.
—Aprovecho a darme estos gustos ahora porque en casa me rompen las bolas con la dieta
Llevaba el salamín como si fuera un helado, y lo movía para todos lados acompañando su discurso.
Al rato pasamos por un pueblo pequeño que se distribuía a uno y otro lado de la ruta. Como no había puente peatonal, un semáforo atravesaba el camino para permitir el cruce a las personas, y la luz justo se puso en rojo. Lalo detuvo la camioneta y se cortó la correntada de aire que entraba con el vehículo en movimiento. La cabina de la pick up fue invadida por el penetrante olor del salamín, y al gordo todavía le faltaban los últimos bocados. Mientras esperaba la luz verde, vio un almacén al costado del camino y se le iluminó el rostro.
—¿No te bajás a comprar una Coca? —Me dijo con ojos desorbitados, cabeceando para el lado del negocio.
Cuando le entregué la bebida, se incrustó el envase como si fuera suero, y se bajó medio contenido sin tomar aire. Cuando terminó hizo esa expresión gutural, característica de la satisfacción:
—Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhh.
Simultáneamente, un ruido grave salió despedido de sus entrañas, coreando entre sus nalgas la salida, y el ambiente fue invadido por tal vaho que la cabina de la pick up se transformó en un terreno baldío donde van a morir los gatos.
—Yo siempre levanto a pibes como vos —dijo para disimular—. Hay que ser solidario en la vida. Es un ida y vuelta.

Más adelante atravesamos un peaje, y Lalo estacionó a los pocos metros, en una estación de servicio.
—Voy a buscar agua para el mate —dijo.
Agarró el termo y se fue hacia la máquina de agua caliente. Yo me quedé pensando en cualquier cosa, y al rato me di cuenta que el gordo estaba tardando bastante. Pensé que había ido al baño y me dieron ganas de ir a mí también. Como no quería arriesgarme a entrar en un sitio donde estuviera evacuando el gordo, pensé descargar en algún árbol. Cuando me bajé de la camioneta, vi a Lalo desmayado en el suelo, atrás del vehículo. Estaba tendido de costado. Y se había caído sin soltar el termo.
—¡Lalo! —le grité.
Pero ni se inmutó. Seguía desplomado. ¿Se habría muerto?
Me agaché para tomarle el pulso y lo puse boca arriba. Tenía la frente con tierra. Era evidente que había perdido el conocimiento mientras caminaba, y ni siquiera había atinado a poner los brazos para amortiguar la caída. Le pegué leves palmadas en el rostro pero no reaccionaba. Le tomé el pulso y comprobé que seguía con vida. Entonces salí corriendo a pedir ayuda. Mientras corría giré para dar un último vistazo y justo sopló un viento que le arremolinó algunos mechones del cabello. Eso infundió drama a la escena, porque su cuerpo caído e inmóvil parecía un animal herido agonizando a la vera del camino.
Los playeros de la estación acudieron enseguida, y mientras ellos lo auxiliaban y trataban de reanimarlo fui corriendo hasta la sala de primeros auxilios del peaje, que quedaba a 200 metros. Volví con dos médicos y una ambulancia. La gente ya se había amontonado alrededor, pero Lalo no despertaba. Seguía inerte como un queso, encima con olor a fiambre.
Lo cargamos en la camilla y lo subimos adentro del vehículo. Los médicos cerraron las puertas y yo me quedé esperando abajo, mientras respondía las preguntas de la gente que se había acercado a curiosear.

Al rato escuché desde adentro las quejas del gordo. Las puertas de la ambulancia se abrieron y yo me acerqué. Lalo estaba sentado en la camilla. Le habían abierto la camisa y la grasa se le amontonaba en la parte inferior del vientre. Tenía la frente colorada por el golpe que se había dado contra el suelo al desmayarse.
—Encendé la camioneta —me ordenó convencido.
Yo no entendía nada.
—Estos pelotudos me quieren dejar internado.
—¿Pero qué pasa? —pregunté mirando a los médicos.
—Tuvo una descompensación y no es conveniente que siga manejando. Puede ser algo grave.
—Maneja mi hijo —esbozó él.
-¿Vos sos el hijo?—investigaron los médicos.
Yo me di vuelta y me subí a la camioneta. Recién después de estar afuera un buen rato y volver a entrar en la cabina me di cuenta de la terrible baranda que había adentro. Apoyé la cabeza en el volante mientras escuchaba de fondo la discusión con los médicos. No sabía qué hacer. Ni siquiera tenía registro. ¿Y si yo le hacía caso al gordo y después se moría conmigo en la ruta? ¿Quién era este tipo que me había levantado? ¿Estaría loco? La locura no me parecía mala. De hecho, yo veía en ella un costado heroico, una especie de denuncia a la sociedad que hemos creado.
Mandé todo al carajo. Ya estaba en el baile. Y si me enredaba tenía que continuar bailando.
Giré la llave y arranqué la Ford.
—Pero si es un problema de presión —decía Lalo sonriendo, ya abajo de la ambulancia, despreocupado, acomodándose los pelos-. Mi vieja tiene el mismo problema, también mi tío y un primo de Campana… y nunca pasó nada. Me olvidé las pastillas. Nada más.
Mientras argumentaba se abotonaba la camisa sobre el pronunciado volumen de la panza, y haciéndose el distraído avanzaba hacia la camioneta, en dirección al asiento del acompañante.
Los médicos miraban entre incrédulos y suspicaces, pero resignados a la actitud del gordo. Uno de ellos me llamó con la mano, evitando pelear con Lalo. Yo me bajé y el gordo me dijo bajito, sobreactuando como un chico:
—Arrancáaaa, daaaale.
Pero yo no lo miré y me acerqué al médico, dejando la puerta abierta.
—¿Vos sos el hijo?
Apenas pude afirmar con la cabeza.
—Está pasando por un mal momento. Eso es todo —traté de explicarle.
—Bueno. Que no maneje —ordenó en tono bajo—. Es una bomba de tiempo. Encima tiene olor a tabaco y a embutidos. Que se haga un chequeo general y se plantee una nueva vida porque así no va a durar mucho.
—Muchas gracias, doctor. Muy amable.
Me despedí con un gesto de respeto. Volví a la camioneta y el gordo me miraba serio. Yo le dediqué un vistazo fugaz, puse primera y arranqué. Él saco un brazo por la ventanilla y empezó a dar golpes suaves en el techo de la camioneta, como demostrándome su tranquilidad. Se reía entre dientes, negaba con la cabeza y decía:
—Estos giles no saben nada.

-¿Llegaste a cargar el termo? -le pregunté como a la media hora.
-¡Uuuuh! Me lo afanó algún hijo de puta… Seguro que fueron los médicos.
-No seas boludo. Mirá si los médicos te van a afanar el termo.
-No sabés lo que son estos carniceros. Si son del peaje. No saben hacer otra cosa que sacarle la plata a la gente, haciéndote creer que te están dando un servicio. Te tocan para revisarte y te chorean la billetera.
-…
-Vos no sabés lo que es la ruta. Te encontrás con cada uno... Pero, qué sé yo. A veces vivís cosas distintas…
Se calló unos minutos, como buscando datos en su cabeza, y al rato reanudó la charla.
-Una vez levanté a un tipo que se subió calladito. Si yo no le hablaba, no decía nada. Pero a medida que iba avanzando en la ruta, el tipo se iba poniendo nervioso. Primero me dijo que iba hasta un lugar, pero después se contradijo y dijo que se quedaría más cerca. Me empezó a preguntar por los controles de la ruta, si estaba la policía, si te paraban y esas cosas. Cuando le empezó a temblar la voz, yo le dije: “Hermano… ¡vos te mandaste una cagada!”. Y el pobre tipo se tapó la cara y se puso a llorar como un chico. Me dio una lástima…
Y se quedó callado, como sintiendo ternura por aquel hombre.
-¿Y qué le había pasado?
-Entre sollozo y sollozo me contó que él trabajaba todos los días hasta las ocho de la noche. Pero una tarde el patrón lo dejó ir antes, y cuando llego a la casa encontró a la mujer con otro tipo. “Entonces agarré un cuchillo y los maté a los dos”, me dijo, y siguió llorando como un desesperado.
El gordo movía la cabeza para un lado y para otro, como diciendo que no, con cara de ternura, la mirada fija en el camino y los ojos brillantes, remontándose con la memoria a los sucesos de aquella tarde.
-Me dio tanta pena… -repitió.
-Pero el tipo mató a dos personas...
-¡Bien hecho! El traidor es alguien que cruza una frontera de la que no vuelve más. Es mejor matarlo que perdonarlo, porque una vez que cruza ese límite ya no es humano. Asesinar a un traidor es como dar de comer a un niño desprotegido: estás haciendo un favor, estás colaborando a construir una nueva sociedad.
-¿Y vos que hiciste? –le pregunté.
-¿Y que iba a hacer? ¿Lo iba a entregar a la policía? Andá a saber qué hacían con el pobre cristiano. Encima que estaba sufriendo una injusticia, quizás le dibujaban todo un prontuario y le hacían cumplir una condena de asesino serial… diciendo que habían atrapado a un tipo peligroso… porque acá en Mar del Plata hubo siete crímenes de prostitutas que lo atribuyeron a la existencia de un homicida suelto que los medios bautizaron como “El Loco de la Ruta”. Pero no fue ningún loco… fueron los mismos canas, que se armaban tremendas orgías con las minas, y después de toda una noche de sexo, drogas, alcohol y todo lo que se te pueda ocurrir, le cortaban el cogote como a un chancho y las pibas amanecían tiradas en los zanjones del costado de la ruta.
-¿Y entonces qué hiciste con este tipo?
-Nada. Paré la camioneta al costado de la ruta y abrí el capó para disimular un arreglo. El tipo no sabía qué hacer. Estaba desesperado. Le dije que no pasaba nada, que iban a pasar un par de horas para que encontraran los cuerpos, que se fuera tranquilo a otra parte porque en este país a nadie le importa que los pobres se maten entre sí. El problema es cuando matás a un ricachón, porque para ellos sí funcionan las instituciones, para ellos solos… que se repartieron el país con la gente adentro. Ellos inventaron la policía para defenderse de los pobres. Si vos tenés un perro, y le das de comer... ¿en una situación de conflicto por quién va a responder ese animal? Claro, señor... ¡Si está muy claro! ¿No viste lo que pasó con Barreda? ¿Lo conocés a Barreda, no? Es un dentista de La Plata, un hombre tranquilo, que sufría el constante maltrato de la suegra, la mujer y las hijas. Estaban todas confabuladas para basurearlo. El tipo aguantó varios almanaques, hasta que un día agarró la escopeta y la llenó de agujeros a las cuatro. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ─El gordo movía las dos manos a manera de pistolas, como los vaqueros de las películas de cowboys─. Nunca más. En Mar del Plata hasta tiene un club de fans, y en una pared dice “Barreda ídolo”, pero como era un tipo cualquiera, todavía sigue preso. Además se entregó solo. Un tipo poderoso nunca se entrega a la policía, porque sabe que ni siquiera van a ir a buscarlo. Sus amigos le arman un gran escape y a otra cosa mariposa. Como a Yabrán, el empresario mafioso amigo de Menem (toco madera), que mandó a matar al periodista que lo estaba investigando y cuando el caso cobró dimensión nacional y lo cercaron, resulta que el tipo se disparó un tiro en la cara. ¿Dónde viste vos que un tipo se dispare a la cara? Qué fácil ¿no? Agarrás a cualquier ñato, le despedazás la trucha y decís que mataste a quien se te cante las bolas. ¡Por Dios! Yo tendría que haber estudiado criminalística y les rompía el orto a todos.
-Bueno… ¿y el tipo?
-Nada más. Se bajó en una ciudad, no te digo cuál porque no soy buchón, y no lo vi nunca más.



Ya era de noche y yo no estaba acostumbrado a manejar en este tipo de caminos.
-¿Querés que te devuelva el volante? -le ofrecí.
-No. Ahora en la entrada a Mar del Plata hay un control policial. Hay unos negros que se escaparon del tacho de basura del hospital y se pusieron uniforme. Te quieren mostrar el odio que le tienen a la mamá que los abortó, pero como no la conocen se la agarran con vos. Yo tengo el registro vencido. Seguí manejando vos.
-Yo también tengo el registro vencido- le mentí. Jamás lo había sacado en mi vida-. ¿Qué hacemos?
-Vos sos más joven. Seguí vos, que si te rompen las pelotas yo invento algo.
Después nos callamos durante un buen rato, y al poco tiempo comenzaron a vislumbrarse las luces de la ciudad costera. Cuando vi el puesto de control policial aminoré la marcha. Había dos policías parados en el medio de la ruta.
-¿Y ahora? -exclamé.
Lalo estaba pálido, y no me respondió nada.
El policía hizo señas para que me detuviera. Entonces comenzó la escena. Mientras frenaba el vehículo en el sitio en que me indicaba el policía, el gordo empezó a agarrarse el corazón con las dos manos y a abrir la boca con los ojos alucinados, tratando de respirar desesperadamente. Se le caía la baba, tosía, emitía un sonido demencial desde el fondo de su garganta.
Enseguida entendí, pero sin embargo no lo podía creer. El gordo era uno de los mejores actores que yo había visto en mi vida, y no hablo sólo de los actores que vi personalmente. Actuaba mejor que quienes decían vivir de eso. Parecía poseído por el demonio. Era estupendo. Capaz de engañar al más astuto.
Cuando el policía atinó a pedirme cualquier documento, vio el terrible estado que atravesaba Lalo y sin dudarlo comencé a gritar:
-¡Vamos urgente al hospital! ¡Tiene un principio de infarto...! ¡Se muere, oficial! ¡Ayúdeme, por favor! -exageré todo lo que pude, pero sin la maestría de mi acompañante.
El cuadro que exhibía el gordo era tan patético, que el policía no lo dudó:
-Pará que te abro camino hasta el hospital. Vos seguime.
Y salió corriendo hacia el patrullero. Mientras avanzaba le gritó al otro policía.
- ¡Es una emergencia!
Yo lo miré al gordo, a ver qué hacía, pero ni me miraba. Estaba poseído, representando el papel de su vida.
La situación me superaba. Creí estar metido dentro de una película.
El policía encendió la sirena y arrancó. Y yo arranqué tras él.
Y así fue que entramos a Mar del Plata: a toda velocidad, a bocinazo limpio, escoltados con un patrullero que nos abría camino con la sirena y las luces azules y rojas, llamando la atención de todos los conductores y transeúntes. Yo sentía una alegría casi delirante y enajenada, parecida a la felicidad con la que juega un niño sin conciencia que asimila dentro de su fantasía los elementos más graves de la realidad.
Pero mi algarabía no duró mucho. La situación estalló en pedazos cuando el gordo me tomó del brazo con una fuerza incontrolada. La tremenda realidad de sus ojos desencajados y su desesperada impotencia para respirar me avisaron que Lalo no podía estar actuando.
El infarto era algo verdadero. Entonces apreté el acelerador.

El patrullero chirrió las gomas ante la puerta de la guardia, y el policía se metió corriendo en el edificio del hospital. Le encantaba que lo vean trabajando.
Volvió a la carrera con dos enfermeros y se llevaron a Lalo en una silla de ruedas.
-Estacioná por allá -me ordenaron.
Cuando me bajé de la camioneta, no entré a la guardia. Me quedé caminando por el estacionamiento para ver qué era lo que debía hacer. Pensé que era el momento de agarrar todo e irme a la mierda. ¿Pero a dónde iba a ir? ¿Quién le avisaría a la familia del gordo? No podía abandonarlo de esta manera.
A los pocos segundos salió el policía.
-Listo, che... Ojalá que salga todo bien. Tengo que volver al puesto de control.
-Vaya nomás. Le agradezco por todo.
-¿No tenés yerba? Pa' pasar la noche, ¿viste?
Busqué en la camioneta y saqué el paquete casi terminado que el gordo tenía guardado abajo del asiento.
El policía agarró el paquete, lo miró con resquemor, se subió al auto y se marchó.
Al rato ingresé en la guardia y me comunicaron lo esperable: Lalo tenía un cuadro coronario complicado. Debía ser internado para someterse a un chequeo y esperar los resultados.
Fui a la camioneta y busqué alguna referencia para comunicarme con su familia. Revisé la cartera de documentos que traía el gordo. Era de cuero desgastado, agrietada y rota en los dobleces. El interior era un completo desorden de papeles, tarjetas, pastillas de menta, fotocopias, volantes, fósforos, escarbadientes, números de teléfonos sueltos, un silbato. Encontré la cédula verde y busqué la luz que llegaba de un farol que iluminaba la playa de estacionamiento. Pero la dirección que figuraba ni siquiera era de Mar del Plata. Agarré entonces una pequeña agenda y empecé a leerla página por página. En la letra C decía “Casa”, seguida de una larga columna de números telefónicos tachados, como seis o siete. Debajo de todo decía “Lalito” y había un número de celular. Supuse que sería un hijo, o al menos un familiar cercano. Fui a un locutorio de enfrente. Llamé al número y una grabación me comunicó que el cliente no tenía créditos para recibir llamados. Volví y seguí revolviendo papeles. Desdoblé una fotocopia y era el documento de compraventa de la camioneta. El vehículo figuraba a nombre de Julio Ventura, y yo imaginé que era el nombre de Lalo, porque la dirección era de Mar del Plata, así que decidí acercarme hasta aquel lugar. Como yo no sabía mucho de calles, me crucé a una remisera y pedí que me orientaran. Era un barrio cercano al estadio. Volví a la camioneta, la arranqué y salí hacia la casa del gordo.

Tomé Independencia y fui hasta la estación de servicio que está en la esquina de Juan B. Justo. Ahí pregunté de nuevo. Los playeros me dijeron que faltaban seis o siete cuadras. Seguí por Peralta Ramos, doblé a la izquierda y me metí en un barrio de casas comunes. La calle era algo oscura, y me tenía que esforzar para ver la numeración de las casas. Cuando llegué a la dirección indicada, me bajé. Era una puerta blanca de madera junto a un taller mecánico. La casa evidentemente estaba arriba. La persiana baja del local tenía una leyenda pintada en aerosol que decía: "Chicos: Papá Noel no existe". Toqué el timbre y una mujer se asomó desde la ventana del primer piso, con una actitud desconfiada.
-¿Siiiiiiiií?
No le llegaba a ver la cara.
- Quisiera hablar con alguien. Vengo en nombre de Lalo. Tengo su camioneta. -y señalé el vehículo.
-¡Ay! ¿Qué pasó ahora? -exclamó la señora-. Ahora bajo.
Se escucharon unas voces y sentí pasos por la escalera. La puerta se abrió y apareció la misma mujer. Ahora podía ver su cara con mayor claridad. Tenía unas profundas ojeras y una cara de sufrimiento terrible, como si hubiera dejado recién de llorar. A su lado asomó un joven de unos 25 años, y los dos mostraban cara de asustados, esperando una noticia espeluznante.
-¿Aquí vive Julio Ventura?
-No. Julio Ventura es un primo de la familia.
-¿Y Lalo, un señor gordo de barba que maneja esta camioneta?
-Sí. Yo soy la esposa y él es su hijo.
-No se asusten. Él me levantó en la ruta y se descompensó antes de llegar a Mar del Plata. La policía me ayudó a llegar al Hospital y quedó internado.
La señora se tapó la cara y empezó a llorar. El muchacho salió corriendo escaleras arriba, con una velocidad asombrosa.
-¿Por qué nos pasa todo esto a nosotros? -se preguntaba la señora entre sollozos.
Al rato bajaron dos nenas que no me saludaron. Sólo me echaron un vistazo de reojo y se pusieron contra la pared. La más chica estaba descalza. Salieron como si estuvieran acostumbradas a escapar en situaciones inesperadas. La más chica, que tendría un cuerpo de unos seis o siete años, tenía un rostro sin edad, como si ya hubiese visto lo suficiente. La otra, de aproximadamente 14 ó 15 años, llevaba unas calzas color azul eléctrico metidas entre los cachetes del orto.
También bajó una señora mayor un tanto gorda, como avergonzada de la situación. Supuse que era la madre o la suegra del gordo. Estaba en ojotas y camisón. Lucía despeinada y tenía cara de dormida. Venía comiendo un pedazo de pan. Arriba del camisón se había puesto un visón de nutria pasado de moda.
Por último, apareció el muchacho anterior con otro algo mayor. Se llevarían entre ellos unos dos años. Quizás alguno de ellos era Lalito.
-¿Qué pasó? -preguntó el mayor. Hablaba como si tuviera obstruidas las fosas nasales.
-Vamos al hospital. Les cuento en el camino. ¿Saben ir? -les pregunté, ofreciendo la llave.
-No.
-Bueno, dale que yo manejo.
Me subí a la camioneta, el hijo mayor se sentó a mi lado y junto a él, del lado de la ventana, se sentó la mujer, que ya no lloraba pero que tenía tanta cara de lamento que parecía el museo ambulante de la desgracia, la vitrina de la pena donde se podía contemplar el sufrimiento de media humanidad.
El otro hijo, las dos nenas y la vieja con tapado de piel se sentaron en la caja trasera. Al mirar si ya se habían subido todos, me di cuenta de que mi mochila ya no estaba, y tampoco sabía en qué momento había desaparecido.
Arranqué la camioneta y enfilé hacia el hospital, mientras empezaba a contar lo sucedido. Durante el viaje sólo hablé yo, y al narrar los sucesos obvié, por supuesto, los cigarrillos, el salamín, la coca, el desmayo en la estación de servicio y el altercado con los médicos del peaje.

Ubiqué la camioneta en la misma playa de estacionamiento del hospital y fui hacia la guardia con los dos hijos varones y la esposa de Lalo. La señora mayor se quedó con las dos nenas arriba del vehículo, sentadas en la caja trasera.
-¿Quieren pan? -le decía a las nenas.
Tenía cara de extraviada y miraba como en cámara lenta, como si no comprendiera nada de lo que estaba sucediendo.
Entramos a la sala de guardia y el olor a hospital me inundó hasta la médula. El lugar era un concurso de desgraciados que se disputaban el primer puesto, amontonados en una precaria sala para recibir atención médica.
Golpeé una puerta que decía "Golpee y espere". Al rato salió un médico joven, con anteojos oscuros y el guardapolvo abierto.
-Vengo con la familia del Lalo, el señor que entró hace un rato en silla de ruedas, traído por un policía. Quisiéramos saber su estado.
-Un minuto, por favor.
Los hijos y la esposa del gordo estaban paralizados. No parecían tener mucho carácter y aceptaban las circunstancias con una pasividad que daba lástima. Me seguían como si depositaran en mí toda su esperanza. Quizás su actitud se debía al temor de recibir una mala noticia y esperaban el anuncio de los médicos con los dientes apretados.
A los cinco minutos salió otro doctor y dijo que el gordo había sufrido un infarto; y aunque estaba fuera de peligro, su estado era delicado. El doctor aclaró que Lalo debía quedarse internado para ser sometido a un chequeo general y que seguramente, luego de establecer un diagnóstico, debería adoptar una cuidadosa dieta y realizar solamente actividades livianas.
-Ahora tiene que pasar la noche. Les recomiendo que vengan mañana, porque hoy va a estar en terapia intensiva y ya no van a poder verlo. Además, hay que bañarlo porque no llegó en las mejores condiciones de higiene. ¿Le trajeron alguna muda de ropa?
La esposa del gordo negaba con la cabeza mientras lloraba sin lágrimas, arrugando la cara, y los hijos quedaron en silencio, mirando hacia abajo, con ojos vacíos como si fueran de vidrio.
No sé por qué, pero en ese instante no soporté la situación y me evadí imaginando que me desprendía de mi propio cuerpo. En mi vuelo imaginario pude elevarme unos metros y creí ver la escena desde arriba, con nosotros cuatro en silencio, en un rincón de aquella sala de guardia donde se superponía la miseria de los invisibles y desventurados que paradójicamente eran mayoría en aquella ciudad conocida como "la Feliz".

Ya había pasado la medianoche.
-Vayan ustedes que yo me quedo -dijo la esposa de Lalo.
-Yo me quedo con vos -le dijo el hermano menor, que parecía más duro-. Aunque sea pasamos la noche en la sala de espera. Por si papá necesita algo.
-Nosotros vamos a llevar a las nenas a casa y le traemos una muda de ropa -afirmó el mayor, y buscó mi complicidad con la mirada.
Yo afirmé con la cabeza.
Antes de marcharnos, la esposa me pidió plata. Dijo que con el apuro no se había percatado de llevar dinero. Le di 20 pesos. Miró el billete y enseguida preguntó:
-¿No tenés un poco más?
Negué secamente y salí con el hijo mayor.
-¡Lalito! -Exclamó la madre en voz baja, como tímidamente-. Fijate qué número salió en la quiniela.
Él afirmó con ligereza.
-¿Así que vos sos Lalito? -dije mientras salíamos, sólo para decir algo.
Él seguía abstraído, perdido en sus pensamientos, pero afirmó con un gesto casi imperceptible.
Cuando llegamos a la camioneta, la vieja se había metido en la cabina con las dos nenas. Se había quitado el visón de nutria para abrigar a las nietas.
-Yo voy atrás. Manejá vos -le dije.
Cuando llegamos a la casa, Lalito me preguntó si tenía dónde dormir. Le dije que estaba de viaje y que no conocía a nadie en la ciudad.
-Podés quedarte acá si querés.
-¡La casa es un desastre! -se quejó la vieja, mientras se dirigía a la puerta.
-No tiene dónde ir, Chochi -sostuvo Lalito. Y con la llave de la camioneta que tenía en la mano me hizo un gesto con el que me invitó a subir.
Chochi subió en camisón y la hija menor de Lalo entró descalza, envuelta en el visón. La otra subió con las mismas calzas metidas en el orto.
Cuando atravesé la puerta me encontré con una escalera sobrecargada de cajas apiladas contra ambas paredes. Los bultos engrosaban exageradamente las dos paredes y apenas quedaba el mínimo espacio para dejar a pasar una persona. Una débil lámpara sin pantalla colgaba de una pared y no llegaba a distribuir su luz de manera uniforme. Había que adivinar los escalones.
Mientras subía, me invadió un penetrante olor a pólvora. Por un segundo me atravesó la idea de que el gordo fabricaba bombas e integraba una banda de boqueteros o asaltantes de bancos, pero en seguida descarté la imagen por el absurdo que ella misma entrañaba. Bombas fabricaba, bancos también asaltaba de algún modo, pero en una escala mucho menor e inofensiva.
La casa de Lalo era una mezcla de negocio, depósito, factoría, taller, galpón, laboratorio, mesón, aguantadero y pensión, entre otras categorías indefinibles. Entramos a un ambiente que parecía un rompecabezas desarmado. No se veía ninguna superficie horizontal que estuviera libre. Había cajas por todos lados: cajas apiladas desordenadamente, otras embaladas con más prolijidad, otras vacías y superpuestas, cajas arriba y abajo de la mesa, sobre los muebles, desparramadas por el piso, otras desarmadas o rotas. El piso estaba lleno de etiquetas, papeles sueltos, algunas zapatillas, prendas de vestir, retazos de diarios. Arriba de la mesa había un montón de petardos sueltos, de esos con los que se festejan las fiestas de fin de año, y alrededor había pilas de diarios, tarros, botellas, vasos, cucharas, papel celofán, bolsas, tijeras, una plasticola, un cuaderno, más cajas.
-Trabajamos acá -explicó Lalito.
-¿Embalan petardos?
-Entre otras cosas. También los fabricamos y los distribuimos. Pero además hacemos otras cosas.
-¿Más todavía?
-¿Cuántos días te vas a quedar? -me preguntó como para cambiar de tema.
-No sé. En estas idas y venidas me afanaron la mochila y tengo que recuperar algunas cosas.
-Si querés podés quedarte a laburar con nosotros. En Año Nuevo ponemos unos puestos de pirotecnia en distintos puntos de la ciudad y vos te podés encargar de uno.
No dije nada.
-Ojalá a mi viejo lo larguen rápido- comentó él, como si el gordo estuviera preso.
-¿Te levantás temprano mañana?
-Sí. Vamos a dormir que estoy muerto.
Lalito tomó un pasillo que salía de la sala en la que estábamos y yo lo seguí. El corredor estaba más abarrotado que la escalera. Sólo se veía la fracción de suelo necesario para caminar y no se veían más paredes que las mismas cajas que se apilaban hasta el techo. Parecía un túnel hecho para fugarse de una cárcel, cuya función era solamente abrir un hueco para dejar escapar a una persona. Al atravesar ese pasadizo, el olor a pólvora se me asentó en el fondo de los pulmones. Al final del pasillo había un hall distribuidor con cuatro puertas. Lalito entró a una de ellas y prendió la luz. Era una habitación pequeña, impersonal como un cuarto sin dueño que sólo se usa para guardar objetos inútiles. Tenía el espacio suficiente para dos camas y sólo quedaba lugar para caminar entre ambas.
-¿En cuál querés dormir?
-En cualquiera. Vos dormí en tu cama.
-No tenemos cama propia. Dormimos donde nos acostamos.
Hacía un calor terrible y no había ventilador. La ventana estaba abierta, pero no entraba mucho fresco. Sólo pasaban los mosquitos.
Lalito se sacó las zapatillas sin desatarse los cordones y se acostó vestido, como si fuera a dormir en una terminal de ómnibus.
Yo me tiré boca arriba sobre la otra cama y me quedé pensando en todo lo que había pasado. Apenas un día atrás yo estaba en otro pueblo, lejos de Mar del Plata, sin siquiera intuir lo que me esperaba.
Me costó horrores dormirme. Los mosquitos me zumbaban cerca de la reja y el calor se tornaba insoportable. Quise preguntarle a Lalito si había un ventilador, pero ya estaba profundamente dormido. Al rato me dio sed, pero no quise ir a buscar agua por miedo de encontrarme a la vieja en la oscuridad, con un cuchillo en la mano y los ojos alucinados. Dormí de a ratos, soñando entrecortadamente, confundiendo la realidad y las fantasías que proyectaba mi cabeza en esos intervalos oníricos.
En un momento soñé que yo era mujer y estaba embarazada. No era otra persona: era yo pero versión mujer. Atravesaba justo el momento de parir. Entonces me acostaron en una camilla y me llevaron a la sala de parto. Todo pasó repentinamente, y de un momento a otro tuve al niño en brazos. Cuando le vi la cara, era mi propio rostro. Me había parido a mí mismo.

Me despertó la voz de la vieja. Estaba todo transpirado y ya era de día.
-¡¡¡Lalito...!!! Andá al hospital, a ver cómo está tu padre.
Ahí me acordé de que nos habíamos olvidado de llevarle la muda de ropa al gordo.
Yo me incorporé y vi a la vieja asomando el cuerpo a través de la puerta, con el mismo camisón de la noche anterior, con la cara desfigurada por el sueño y toda despeinada.
-Ay... ¿por qué no lo despertás vos? Hace media hora que lo estoy llamando- dijo en tono dramático, y desapareció murmurando frases inentendibles, arrastrando los pies por el pasillo.
Sacudí a Lalito levemente, pero él ni se inmutó. Lo sacudí más fuerte.
-Che, Lalito... vamos al hospital a ver cómo está todo...
Abrió los ojos lentamente y miró alrededor, como si yo no existiera. Se dio vuelta y siguió durmiendo.
Estuve un rato insistiendo. Lo sacudí cada vez con más fuerza, pero no me respondía de ninguna manera. Entonces apareció la vieja, murmurando enojada, se asomó desde la puerta como la primera vez y sin demasiada vuelta le arrojó un vaso de agua en la cara. El vaso, por suerte, se lo quedó en la mano, pero el agua viajó sin demasiada precisión hacia el rostro de Lalito. El agua me mojó a mí también, pero ella ni se inmutó. Quizá lo hizo a propósito.
-¡Siempre lo mismo con vos! ¡Tu padre se está muriendo y a vos lo único que te importa es dormir! Despertate que ya vinieron los empleados...
Lalito se despertó quitándose el agua que le había caído en la cara. Haciéndose el distraído, agarró una de sus zapatillas que estaban en el suelo y se la revoleó a la abuela, pero la vieja ya había desaparecido. La zapatilla golpeó de llenó contra la puerta, haciendo un ruido seco y fuerte.
-No le des bola. Es una vieja conchuda -dijo con saña, mientras se sacaba las lagañas de los ojos-. ¿Sabés qué hora es?
-No. Pero dijo que ya habían venido los empleados.
-Uh. ¿Ya vinieron? Deben ser como las siete.
-Le tenemos que llevar la ropa a tu viejo.
-Dale, vamos.
Se puso las zapatillas sin desatarlas, enganchándoselas por el talón, y salió de la pieza. Yo lo seguí, pero como intuí que iba a hacer quilombo, me metí en el baño. Lalito siguió hasta el comedor y escuché que gritaba con bronca.
-¡¡¡Acá va a arder troya!!! ¡¡¡Me vas a conocer!!! ¡¡¡No respondo de mí!!!
A las frases aterradoras le siguió un silencio absoluto. Entonces salí del baño, atravesé el pasadizo colmado de cajas y me encontré con el taller laburando a pleno. Seis personas estaban sentadas alrededor de la mesa, armando petardos, con la cabeza baja. Tenían aspecto de gente humilde, castigada por tanta existencia.
Cuando los saludé, me respondieron casi en un murmullo. Dos o tres asintieron con la cabeza, sonriendo sin alegría.
Cuando nos subimos a la camioneta, le pregunté, como para sacar un tema:
-¿Y qué tal los empleados?
-Se ganan un manguito. Les pagamos un centavo por bomba armada. Hay uno que arma 2000 por día. No es moco de pavo. A la noche se lleva 20 mangos.
Después me siguió explicando:
-Es pegar diario nomás, porque los petardos explotan por compresión. Poca pólvora, mucho diario.
-¿La casa es de ustedes?
-No. Alquilamos. Dentro de poco se nos vence el contrato.
-¿Van a renovar?
Hizo un gesto como diciendo “Y… lo veo difícil”.
-Yo quiero irme… viajar como hacés vos. Agarrar la ruta y conocer otros lugares, otra gente…
Al llegar al hospital, encontramos a la madre y al hermano de Lalito en la sala de espera, mirando por la ventana. La mujer tenía una cara de cansada tan atroz que parecía una careta de carne picada. El hermano lucía desahuciado, escaso ya de gestos, como si ya no le quedara ninguno.
-¿Qué noticias hay?-averiguó Lalito.
-Y… ahí sigue. Parece que hoy lo sacan de terapia, pero se va a tener que quedar hasta mañana o pasado.
Hablaba bajito, en un mismo tono de voz. Y mientras la escuchaba, parecía que sus ojeras iban creciendo hasta inundar toda la sala.
-Hace un rato entré a verlo y después hablé con el doctor -prosiguió-. ¿Por qué no pasás así te ve un ratito y se pone contento? Ayer te olvidaste de traerle la ropa y lo tienen desnudo al pobre, como dios lo trajo al mundo.
Hubo un ligero silencio.
-¿Me acompañás? -invitó Lalito.
Y yo sentí un escalofrío como cuando soñamos que nos persiguen e intuimos que no podremos escapar.

La sala de terapia intensiva parecía una fiesta de disfraces con los personajes más destacados del infierno dantesco. Si yo entrase allí con ánimo suficiente para dar pelea a la muerte, en quince minutos se me iría el coraje de compadrito y me abandonaría a los cancerberos de las tinieblas. Tipos enyesados, baleados, amputados, deformados... La sala era un depósito de agonizantes abarrotado de mercadería. El rostro tétrico del mismo mundo: habitado por seres a quienes no le esperaba un final muy distinto.
El techo y las paredes estaban descascarados y las manchas de humedad parecían el mapa de un país remoto al que fueron a parar todos los muertos de aquel recinto. Reinaba un silencio mortuorio, y en el aire flotaba un aire sofocado por la agonía de los dolientes.
A medida que avanzaba con Lalito, imaginaba cómo sería el otro mundo si esa era su antesala.
Una enfermera nos preguntó a quién buscábamos. Le dijimos y nos indicó la cama donde descansaba el gordo. Caminamos por una galería llena de enfermos solitarios, abandonados en catres lastimosos, que miraban con ojos que resumían la historia de la filosofía. Al llegar a donde estaba Lalo, él nos miró con vergüenza. El espectáculo era desconsolado. Estaba en una precaria cama de lata, separada de las camas contiguas por un frágil biombo de tela. El gordo estaba acostado bajo una sábana amarillenta, vestido con un bata de ese color verde que caracteriza el ambo de los enfermeros.
Lalito se paró al lado de la cama del padre y no dijo nada. Hubo un silencio que pareció interminable.
-¿Qué hacen? –dijo el gordo, por decir algo…
-Acá te trajimos la muda de ropa.
-Menos mal –dijo con voz débil pero en un intento vano por mostrarse fuerte-. Cuando llegué me lavaron un poco. Me sacaron la ropa que traía pero me tuvieron en bolas toda la noche, salvo por esta túnica de mierda que me pusieron. Encima hay un cura que anda rompiendo las bolas a los enfermos. ¿No le pueden decir que se vaya?
—Vos ahora tenés que descansar.
—¿Fueron los empleados a casa?
—Sí. Cuando nos levantamos ya estaban todos: el Paraguayo, Tati, Choclito, Pachi, la China y la Gorda.
—¿Cuántas bombas armaron ayer?
—Como cinco mil
—¿Les pagaron?
—No. Le dijimos que vos tenías la plata.
—Pero yo no la tengo.
—Ya sé. Pero no sabía si la íbamos a necesitar.
Hubo otro silencio. El gordo perdió su mirada en el techo y se dejó caer en la sensibilidad que lo inundaba.
—Hoy más temprano estuve mirando las manchas de humedad que hay en el techo. Y me acordaba que cuando era chico miraba el cielo y descubría figuras en las nubes.
-…
—¿Cómo estás? —le pregunté yo.
—Acá estoy. Parece que zafé. Yo quiero hacer las cosas bien —decía, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Y sé que los demás creen que estoy loco. Pero nadie me pregunta qué me pasa. Todos me miran de costado y nadie me escucha ni me pregunta cómo estoy, ni qué necesito…
—¿Y qué es lo que te pasa?
Hizo una larga pausa, tomó aire y comenzó a hablar mientras las lágrimas caían por sus mejillas.
—Yo estoy lleno de odio. Mi papá, que era un tipazo, murió joven y no lo pude disfrutar. Después tuvimos que remar la miseria como pudimos. Y cuando puse las esperanzas en formar una familia, tuve un hijo que murió al año y medio atropellado por un camión. Toda una vida de sufrimientos. Yo estoy lleno de odio contra el mundo, contra la vida. Y me descargo como puedo, a veces con lo que tengo más mano, que es mi familia o conmigo mismo. Mirá cómo estoy. Doy lástima. ¿Te creés que me gusta estar acá, ser así, parecer un cadáver cuando todavía tengo tanto para dar?
El gordo lloraba y se lamentaba cada vez más fuerte. Moqueaba y gemía. Su voz sonaba en toda la sala. En eso apareció el cura, atraído por los lamentos, su música favorita. Era un joven con cara de inocente, que se mostraba entusiasmado dentro de su larga sotana negra.
—Hola. Soy el nuevo sacerdote del barrio y visito a los enfermos para que se acerquen al Señor en estos momentos tan difíciles.
Mientras hablaba nos ofrecía una Biblia, que ninguno de nosotros aceptó.
—Le agradezco, maestro. Pero no tengo caramelos —contestó, duro, el gordo, aún con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué me dice eso, buen hombre? Acabo de escuchar sus problemas. La palabra de Dios le traerá la paz que usted busca. ¿Por qué no escucha lo que él tiene para decirle? No se va a arrepentir.
—El que se va a arrepentir sos vos si no te vas enseguida. Aprovechá a salir de la sala de terapia intensiva ahora, porque te podés llegar a quedar más tiempo del que pensás.
Era increíble ver al gordo amenazando al cura. Debilitado, con los ojos llenos de lágrimas y desde una cama oxidada, le quedaba energía para delirar al joven sacerdote.
—Pero por favor…—dijo el cura lentamente, con la paz que lo caracterizaba, aunque dejando notar un atisbo de nerviosidad por las palabras de Lalo—. ¿Cómo se le ocurre invocar la violencia en un lugar como éste? Lo que usted necesita ahora es...
—Mirá, pelotudo. Vamos a hacerla corta —interrumpió Lalo, ya fuera de sus casillas—. No me vengas a decir vos lo que yo necesito. Acá estamos nosotros en una situación de mierda, y vos venís a traer soluciones hablando de un fantasma que nadie vio. Buscate un trabajo honesto y mandate a mudar por donde viniste, antes de que te saque la sotana a martillazos y te rompa el orto con el matafuegos.
Yo intervine antes de que todo se transformara en un desastre. El gordo era capaz de arrojarse contra el cura, saltar desde la cama y caerle con las rodillas en el pecho.
—Váyase por favor— le dije apoyando una mano en su hombro y empujándolo suavemente.
Pero el tipo no asumía el peligro que corría. Seguía con la grabación que le habían inculcado en el seminario.
—Conserven la calma, que…
El gordo no se pudo contener más y estalló.
—¡¡¡La reconcha sarnosa, sidosa y sifilítica de la Virgen María!!! ¡¡¡Y el culo flácido de Jesucristo garchado por la mafia de la curia!!! ¡¡¡Y las tetas con estrías de tu madre!!! ¡De tu madre cogida por un peronista con celulitis en la pija, el día que Perón echó a los Montoneros de la Plaza…!
Mientras arrojaba toda esa ristra de puteadas, el gordo intentaba incorporarse en la cama dando manotazos, escupiendo saliva con la cara enrojecida. El cura quedó petrificado, con los ojos abiertos como una lechuza hipnotizada. Lalito y yo agarrábamos al gordo, pero así y todo, aún tenía fuerza y se sacudía con una energía implacable, como una bestia poseída.
—¡¡¡Y la puta madre que los parió a todos los curas pedófilos como vos y a las monjas tragaleche de este mundo canceroso!!! ¡Estamos como estamos por mantener parásitos como vos, y por rezar en tu Iglesia asesina! ¡Agarrá una pala, garrapata inmunda! Y aprendé lo que es el sacrificio y el trabajo.
No podíamos pararlo. En la sala retumbaban las puteadas como un eco arremolinado y maldito. Por un momento tuve miedo de que el corazón del gordo explotara y se nos fuera en ese mismo instante. No quería forzarlo para que no gastara más energía. Insultaba e insultaba, imparable, descargando la furia de toda una vida.
—¡Chupasangre! ¡Por tu dios sarnoso mueren las buenas personas, y viven los chorros y los asesinos! ¡Vení acá, hijo de puta, que te mato! ¡Yo me muero pero a vos también te llevo! ¡Vení que te mato! Así conocés de una vez por todas al hijo de puta de tu jefe y te dejás de molestar a los laburantes con tus recetas de cocina! ¡Tu cielo es una pensión barata con olor a meo! ¡Y allá te espera tu patrón, para que laves los colchones!

Cuando terminó de aullar esa estampida de insultos, el gordo se desplomó pesado como un yunque y perdió la conciencia. Un silencio sepulcral se adueñó del recinto mientras las enfermeras, alarmadas, llegaron apresuradas. Rodearon a Lalo y el cura desapareció, mientras las visitas y los enfermos de las otras camas miraban estupefactos hacia nosotros. Las enfermeras nos dijeron que esperáramos afuera, mientras otros médicos acudían al lugar.
En la sala de espera no encontramos a la esposa del gordo. Algunos curiosos nos preguntaron qué había sucedido, pero no respondimos nada.
Lalito y yo salimos del hospital sin hablarnos, y en la vereda nos encontramos con la madre y el hermano.
—¿Cómo sigue papá?— preguntó Hilario, el hermano de Lalito.
—Se puso contento de que lo visitemos. Pero no nos dejaron estar mucho tiempo —respondió Lalito sin mencionar el altercado.
—Fuimos a jugarle al 73, que en la quiniela es el Hospital. A ver si podemos sacar algo bueno de todo esto.
Esta mujer era una descarada. Se había jugado la plata que le había dado y encima me lo decía sin nigún reparo. Pero no le contesté nada. Traté de entender que era un tonto mecanismo de defensa para sobrellevar los momentos trágicos.
—Tendríamos que ir a avisarle a Miguel lo que pasó. Tiene que enterarse de todo esto. Y es mejor que se lo contemos nosotros antes de que se entere por terceros.
Miguel era el hermano del gordo. Tenía una verdulería que había puesto luego de haberse fundido varias veces en sucesivos negocios que había encarado: mayorista de golosinas, kiosco, pizzería, sandwichera, lavadero de autos y no sé qué otras cosas.
Hacia allí fui con Lalito.
Ellos parecían ser esa generación de comerciantes acostumbrados al sacrificio permanente, que no conocían feriados, vacaciones ni descanso, y que podían vivir más o menos bien vendiendo cualquier cosa o poniendo un negocio cualquiera. Esa generación que sobrevivió bastante bien a las dictaduras y las inflaciones, pero comenzó a verse golpeada con el ajuste de la última década y la escasez de circulante.
—¿Vamos con la camioneta?— pregunté.
—No. Vamos caminando, así me despejo un poco.
Durante la primera cuadra no hablamos, pero después Lalito comenzó a distenderse y a ganar confianza.
—¿Es la primera vez que le pasa esto a tu viejo? —le pregunté
—Sí, es la primera vez que cae así, repentinamente, en el hospital. Un médico ya le había avisado que se cuidara, pero por los problemas del laburo al final no hace nada… Nosotros siempre estamos trabajando, siempre inventamos algo. Y entre que andás de acá de para allá te olvidás de todo, te dejás estar. En Pascua fabricamos huevos de chocolate. Cuando hay partidos de fútbol o recitales, hacemos gorros, banderas y vinchas. Cuando no hay nada, grabamos cd’s. Nos ponemos en alguna esquina o salimos a recorrer los negocios de la ciudad a ver qué pasa.
—Pero no le contaste nada a tu mamá sobre lo que pasó recién...
—¿Y para qué?...
Me lo quedé mirando, como tratando de expresar lo obvio.
—Y... ya es la tercera vez en dos días que el gordo pierde la conciencia.
Lalito siguió caminando sin levantar la mirada. Al rato, respondió en voz baja, como diciéndoselo a él mismo.
—Ya hace rato que el gordo perdió la conciencia.

Al rato nos desprendimos de la avenida por la que avanzábamos y caminamos dos cuadras por un barrio residencial de clase media alta.
—Ya estamos llegando —dijo Lalito.
Levanté la cabeza y unos metros más adelante, sobre la vereda, se veían unos cajones de frutas superpuestos, en exposición sobre una estructura metálica, común en todas las verdulerías. La entrada estaba cubierta por un toldo rojo, ya opacado y algo viejo, que protegía de los rayos solares la escasa mercadería que descansaba en los cajones. Sobre la antigua lona, resaltaban letras nuevas y brillantes que anunciaban con estridencia el nombre del comercio: "Verdulería El Cuervo", junto a un escudo de San Lorenzo ligeramente desprolijo. Cuando llegamos a la puerta pude apreciar mejor el negocio. Era un local pequeño y oscuro, limpio y ordenado pero sin demasiada variedad. Una vieja balanza de aguja colgaba cerca de la entrada, junto a un pequeño mostrador desvencijado.
Un señor que pasaba cómodamente los cincuenta años, algo pelado y entrado en kilos, barría el local con un delantal puesto, de esos que se sujetan del cuello y se ajustan con correas en la cintura. Cuando entramos, nos dirigió la mirada como para atender tranquilamente a un cliente, pero cuando reconoció a Lalito abrió los ojos con un exagerado asombro, y se puso blanco como si hubiera visto a los cancerberos del infierno. Por un brevísimo instante me miró de reojo, pero inmediatamente volvió a Lalito, aterrado, como predispuesto a sangrar la historia que esperaba escuchar.
—¡Lalito! ¿Qué haces vos acá, tan temprano?
—Es que pasó algo...
—¿No me digas que aquél se quiso matar...? —inquirió, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—No, no... Sólo se descompuso y quedó internado en el hospital. Está en terapia intensiva. Es del corazón...
Hubo un silencio sepulcral.
—No me digas... —se lamentó el verdulero, como en un pasaje bíblico, abriendo los brazos en cruz, como ofreciendo su cuerpo al martirio y el sufrimiento, pero sin largar la escoba. Por esos macabros y misteriosos mecanismos de la memoria, esa imagen me recordó a San Martín de Porres, el santo peruano.
El señor nos dio la espalda y empezó a barrer a toda velocidad. Pero ya no barría, sino que le pegaba al piso con movimientos descordinados, como barrería alguien que tomase una escoba por primera vez, o como si estuviera castigando a un perro que no quisiera levantarse. Entonces se empezaron a escuchar gemidos de llanto. Primero tímidos, algo suaves, pero después más graves y desconsolados. Y lentamente fue creciendo un llanto incontenible que parecía albergar la pena de todo lo perdido en una vida. En medio de los espasmos, el hermano del gordo, que también era gordo pero más pelado, se lamentaba.
—¡Po-bre... La-lo! Andá a sa-ber qué le pa-sa. Está so-solo, en el hos-pital, tirado en una ca-ma... Yo sa-sabía que iba a pasar esto...
Mientras hablaba también tosía, y respiraba hondo para recuperar el aire. Pero no se animaba a mostrarnos la cara, quizás por pudor o vergüenza de verse en ese estado, y empezó a buscar algo con qué limpiarse la nariz y las lágrimas que le empañaban el rostro. Lalito le alcanzó un repasador que colgaba de un cajón de limones. Y como Miguel no nos miraba, se lo colgó del hombro para que lo usara.
—Cuánta desgra-cia... pobre La-lo —Lloraba y lloraba, siempre de espaldas a nosotros.
Yo seguía parado en la puerta del negocio, petrificado en el mismo lugar desde que había llegado. Miguel hizo unos pasos y entró en un reducido baño del fondo del local. Prendió la luz del pequeño cuarto y una lamparita de pocos watts iluminó débilmente los últimos rincones de la verdulería. Desde adentro del baño, el hermano lloraba con eco y sus sollozos viajaban hacia nosotros con mayor dimensión y dramatismo.
En eso estábamos cuando una señora se acercó a comprar algo. Yo me hice a un lado y la dejé pasar. La mujer avanzó unos pasos y luego de dar un distraido saludo de buen día, quedó sola en medio del negocio, hundida en un lúgubre silencio que cubría el ambiente como un sombrío y luctuoso manto. El denso éter que flotaba reveló a la señora la sensación de que había llegado en un momento inapropiado. Pero sin comprender demasiado, buscaba señales y trataba de hacer pie en alguno de nosotros. Fue entonces que los gemidos de Miguel volvieron a resonar desde el baño, tiñiendo el ambiente de una ridiculez trágica o una tragedia ridícula, vaya uno a saber cómo podría definirse aquel momento.
—Fijate qué quiere la se-se-ñora, Lalito —dijo tratando de parecer firme y ocupado, pero con voz trémula y doliente, lo cual dio a su expresión un brío patético, como un viento que infla la vela pero que no logra empujar el casco.
La mujer atinó a encarar nuevamente hacia la puerta, pero Lalito intervino tímidamente, con un desgano abrumador, aunque suficiente para frenar la huida de la clienta.
—¿Qué le doy señora?
—Quería un kilo de papa... —dijo, muy incómoda y ya algo asustada.
El silencio volvió a ganar el ambiente. Lalito miró hacia el fondo para ver si Miguel asomaba, pero se escucharon lamentos reprimidos, hacia adentro, que el hermano del gordo intentaba evitar a los oídos de la clienta.
—Dale papa, Lalito... —dijo rápido, para que no se le colara un sollozo entre los dientes.












(Continuará)